Desde hace una semana, encontrarse a alguien comiendo escudella dentro de un bol de cartón en cualquier superilla del barrio de Sant Antoni no es ninguna cosa extraña. Si en las calles de Bangkok, Nueva York u Hong Kong hay gente comiendo platos de sopa de manera informal, ¿por qué en Catalunya no podemos hacerlo y, además, hacerlo con un plato tradicional? Esta es la pregunta que se hizo hace meses Jordi Vilà (El Papiol, 1973), chef de los restaurantes Alkímia, Alkostat, Vivanda y Mucho Pizzeria, director gastronómico del grupo Moritz y propietario de las tiendas de comida preparado Va de cuina.

Jordi Vilà, con su mono de trabajo, en los fogones del Alkímia / Foto: Carlos Baglietto

Quedo con él en el Alkímia un viernes por la mañana, entro en su despacho y tengo la impresión de encontrarme, más bien, en el estudio creativo de un diseñador, un director de cine o un arquitecto. La suya es la historia de un cocinero atípico que ama lo que es típico, y empieza el año 1998 cuando con su mujer y otro socio abre el restaurante Abrevedero en Barcelona. Cuatro años más tarde de aquella primera aventura abre el Alkímia, un proyecto nacido como un pequeño bistronòmic y que este año cumple veinte años consecutivos como restaurante con una estrella Michelin. Aquí, antes del servicio del mediodía, secuestro a su chef para hablar durante una hora sobre el corpus culinario catalán, la gastronomía en la era de la globalización o la distancia entre el mundo Michelin y la cocina popular.

¿Qué has desayunado hoy?
Me he comido un polvorón en casa antes de venir al restaurante.

¿Un polvorón? ¿Te has levantado navideño?
Me he levantado con el objetivo de entrenar al gimnasio y he optado por un chute de azúcar. Al acabar el entrenamiento he comido un puñado de nueces.

¿Tu rutina es desayunar siempre de esta manera tan ecléctica?
Si lo hago en casa y con tiempo, normalmente como una ensalada de arroz salvaje que hacemos en el Va de cuina. Me lo salteo con dos huevos y unos cuantos arándanos.

Yo vivo en Aribau con París y debajo de mi casa existe una cafetería con letreros en inglés, muy cool, donde cada mañana hay gente haciendo cola para hacer un brunch comiendo avocado toast o pokeballs de zatziki.
La ola globalizadora ha llegado también al terreno de los desayunos. Desgraciadamente, es difícil luchar contra cosas que tienen tan soporte publicitario y marquetiniano, por eso desayunar scrambled eggs toasts, hoy, parece que mola mucho más que desayunar un capipota o una tostada de pan con tomate y fuet. Todo lo que suene inglés e internacional vende más.

¿La cocina tradicional catalana, especialmente en una ciudad como Barcelona, puede luchar contra esto?
Barcelona es esclava de haberse convertido en una ciudad-anuncio. Entonces pasa que todo se convierte en una idea de ciudad, más que en una ciudad, como en aquellos anuncios de La Caixa con una familia feliz que vive en una casa unifamiliar, donde los niños siempre se portan bien, desayunan sentados en la mesa y un perro majísimo recoge el diario del día que un repartidor ha dejado en el portal.

Una idea de familia que no existe ni en Valldoreix, siendo optimistas.
Claro que no, porque es un estereotipo que a la vez se convierte en una aspiración, en un objetivo, y con la cocina pasa el mismo. Si en la panadería de toda la vida nadie compra pa de pessic o magdalenas y en el horno del lado -que se dice bakery&coffee- hay gente haciendo cola para comprar muffins, panettones o plum cakes, al final el mensaje es: deja de hacer pasteles caseros con la receta de la abuela y hazlos como los hacen fuera de Catalunya. Aparte, cuantas más grasas y azúcares pongas, más gustará, porque par los mamíferos la grasa es sinónimo de supervivencia.

¿Puede tener caducidad este modelo o es irrefrenable? Según un estudio de la Universidad de Sevilla, el 83% de los menores de treinta años lo que buscan cuándo quieren vivir una experiencia gastronómica es genuinidad.
Pienso que el modelo caducará, pero todavía falta demasiado para ello. Ahora todo se vende como una experiencia, incluso zamparse un pokeball en la calle Enric Granados, pero al final la experiencia se vuelve homogénea de tanta oferta idéntica como hay, y tan poco arraigada a la cultura de un sitio. Por lo tanto, ya no te aporta nada. Es como ir a una playa secreta de aquellas que anuncian las listas de las mejores playas del mundo: vas y por culpa de la lista está tan llena de gente que a experiencia secreta se convierte un drama.

¿Fuera del parnaso Michelin, qué experiencia puede ofrecer la gastronomía catalana?
Yo cuando viajo busco descubrir la idiosincrasia de un pueblo, de unas costumbres, de una sociedad. La genuinidad debe ser eso, e impregnarse de aquello, ni que sea durante un rato o unos días, por eso es importante apostar por los desayunos de forquilla, las tostadas de pan con tomate y los platos tradicionales que pueden jugar en la liga del fast-food global, claro está.

Es así como nace la Escudella Street que acabas de presentar, entiendo.
Yo llevo toda la vida en el mismo sitio y haciendo lo mismo, con mis errores y mis aciertos, con mi evolución y mis historias, por lo tanto creo que la Escudella Street es la evolución natural de mi discurso y mi trayectoria. Ha nacido por sedimentación.

Si los muffins venden más que las magdalenas y tu tienes un negocio de comida para llevar, lo más lógico según el mercado sería que en vez de escudella hubieras apostado por el raman.
Sí, clar, pero si resulta que en el paseo del Born hay gente cenando ramen una noche de diciembre, por qué no pueden hacer lo mismo pero con una escudella?

Porque comemos lo que el marketing quiere que comamos, no aquello que nuestro paladar anhela.
Algunos han dicho que la Escudella Street es hacerle la guerra al ramen. Pues no. Es simplemente probar de dar un toque urbano y moderno a un plato patrimonial y que nos define. ¿Me equivocaré? Quién sabe. Me da igual. Un día un amigo me decía: Jordi, si hicieras las cosas de otra manera serías más rico y habrías llegado más lejos. Y a mí qué, le dije. Yo ya he llegado tres veces más lejos de lo que me había propuesto. Yo soy cocinero porque me gusta cocinar, no para llegar a ningún sitio.

La sala del Alkímia desde una mesa del restaurante AlKostat. / Foto: Carlos Baglietto

¿Qué es lo que más te gusta cocinar?
Cocinar es un instante concreto. Todo, en la vida, tiene un instante propio. Un café tiene un instante de tres minutos, pero, ¿y un vino? ¿Una hora? ¿Media? Para mí tiene un instante de cuatro años, e incluso siete u ocho si es gran reserva. Cocinar es transmitir lo que es intangible y hacerlo tangible en un plato. Yo cocino por eso, para cortar lo mejor posible una pieza de carne, o de pescado, y cocerla en su punto, y cocinarla de manera tal que todo gire en torno a aquel instante. Y entonces hay un momento que dices: ahora ya está, eso ya tiene que salir. Y cuando ves de reojo a aquella persona que come el plato, el instante llega a su fin, porque pasa a ser el instante del otro.

El otro día probé tu escudella gamberra y me recordó a la de mi abuela, que murió hace quince años.
Cuando la cocina consigue atarnos a lo que más amamos, o a lo que más añoramos, es cuando la cocina se convierte en un absoluto.

¿De todo el corpus culinario catalán, la escudella es el plato que más puede jugar en la liga de la paella, el pulpo a la gallega o los pintxos vascos? Es decir, en la liga de los platos autóctonos que se vuelven globales.
Lo dudo mucho. La paella atrae por el solo hecho de que una paella -el utensilio- es grande, redonda y estética. El pulpo a la gallega es informal y se come con palillo, si uno quiere. Y los pintxos directamente se comen de pie, en una barra, con dos mordiscos.

La escudella tiene todo un ritual y una cosa más lenta y pesada, quizás.
Nosotros lo que hemos pretendido con la Escudella Street, sencillamente, es hacerla joven. Hacerla fresca, desinhibida y atractiva. Hacerla sexi, vaya.

¿Qué cocina crees que es sexi?
La cocina mexicana, por ejemplo. Es grasienta, calórica y pesada, por lo tanto aparentemente nos tendría que echar atrás, pero es magnética. Tiene color y electricidad. Atrapa. ¿Cómo pueden ser sexis unos frijoles, unas quesadillas o unas simples tortitas? Parecen platos la mar de sencillos y poco atractivos, pero consiguen serlo porque comerlos es una fiesta. Ellos tienen muchas variaciones del mole, por ejemplo: ¿por qué nosotros no podemos tener romescos diferentes?

Compartir una paella o ir de pintxos tiene alguna cosa de fiesta, también.
En cambio, la cocina catalana siempre se ha entendido como una cocina de primero y segundo plato. Picoteo y segundo, como mucho. Es una cocina asociada a los sofritos, los suquets, los asados o las picades, que son cosas aparentemente poco modernas.

¿Lo pueden ser?
Tenemos un patrimonio culinario que está desarreglado y que reclama que alguien lo ordene. Por eso tenemos esqueixada y en cambio un sábado por la noche todo cristo está cenando ceviche, y no solo en Barcelona.

No hace falta que lo jures. También en Vilafranca del Penedès o Berga.
La cocina catalana no es sencilla, pide elaboración y tiempo. Por eso te hablo de México, o también de China: culturas gastronómicas muy diferentes, pero que comparten una manera de sentarse en la mesa que es un festival. Muchos platos pequeños, picar de aquí y de allí, distraerse comiendo mientras disfrutas.

El chef en su zona de confort preferida: la cocina. / Foto: Carlos Baglietto

¿Cómo liga con que alguien que promueve una escudella de calle y que ama tanto la cocina popular tenga un menú degustación de 186€? La sensación es que los restaurantes con estrella como Alkímia están muy lejos de ser populares.
Aquí el problema, más bien, son los sueldos de la gente. Antes hemos hablado de los intangibles, y créeme que el mundo de la alta restauración está lleno de eso. Que alguien que trabaja ocho horas al día, paga un alquiler y llena el carro de la compra dos veces al mes se pueda permitir venir al Alkímia solo una o dos veces el año, realmente, es un error del sistema. O una trampa.

Cuando mis padres tenían la edad que tengo yo ahora, también salían a cenar solo una vez cada dos meses. Yo ahora salgo una vez a la semana. Si me lo ahorrara durante seis semanas, podría venir a cenar al Alkímia.
Es la tiranía del microconsumo. Un billete de 200€, ponemos por caso, es tu ticket de ocio mensual, pero no te lo quieres gastar todo de golpe. Entonces coges el ticket y lo divides en cuatro o cinco trocitos, y lo gastas con dos o tres restaurantitos, con alguna compra que realmente no necesitas, con socializar con los amigos, con ir al teatro o con ir al IKEA los sábados y comprar de todo por cuatro duros.

Entre eso que dices o gastarte el ticket de ocio mensual de una atacada, es fácil que la gente se lo quiera fraccionar.
Sí, claro está, y yo también lo hago. Yo no soy tonto, que dice el anuncio. Pero al final quien pierde son los elaboradores artesanales, porque si al carpintero que te hace muebles a mano y a medida le dices que es demasiado caro y que vas al IKEA, al final el carpintero tendrá que cerrar, pero entonces lo que estaremos haciendo es matar la excelencia.

¿El futuro va hacia aquí, no?
Yo tengo un restaurante con una estrella Michelin desde hace veinte años y vale lo que vale porque la excelencia en todo aquello que hacemos es básica. Al final, dentro de cien años, tendremos un nivel de excelencia más bajo porque ya nadie habrá conocido a un carpintero que se pase diez horas haciéndote una mesilla de noche, o un músico que ensaye doce horas diarias, o un periodista que se pase dos meses leyendo e investigando para hacer un solo reportaje.

Esta excelencia, en el mundo de la gastronomía, tiene mala fama. Tengo un amigo cocinero que ha trabajado en dos restaurantes con estrella y me ha explicado cosas durísimas, desde maltrato psicológico a abuso de drogas pasando por explotación laboral.
Entre 1992 y 2023 en Catalunya han pasado muchas cosas, y una de ellas es que en las cocinas de muchos restaurantes se ha dado un paso adelante en el ámbito cualitativo que ha servido para poner este país en el mapa mundial de la gastronomía, pero a veces con un peaje demasiado crudo.

Él me decía que ser cocinero de alta gastronomía es no tener vida. ¿Cuál es tu relación con el tiempo?
La cocina pide tiempo, ya lo decían las abuelas, pero yo soy de una generación de gente que nos tendríamos que sentar en corro y decir: hola, me llamo Jordi Vilà, soy adicto a mi trabajo y necesito ayuda. Hoy me he levantado sobre las siete y media y ayer sobre las dos y media de la madrugada todavía estaba aquí, en el Alkímia, por ejemplo.

¿Y la conciliación laboral?
Nosotros ya hace dieciséis años que cerramos los fines de semana. Eso, y la confianza en los elaboradores locales, y los productos de kilómetro cero, y todos los etceteras posibles es una cosa que nosotros ya hacíamos antes de que todo el mundo hablara de ello, pero por el sencillo hecho de que es de sentido común. Lo hacíamos porque nos salía de dentro. Eso no quiere decir que no sea exigente y no quiera fregar siempre la excelencia, eh, pero no pretendo jugar al juego competitivo que genera Michelin.

¿Te aburre la alta competición?
Es que la cocina no es competición. La Michelin es una gran guía, pero el tema de las estrellas es como los Oscars: lo capitalizan todo y eclipsan lo que hay a fuera. Hay grandísimo cine fuera de los Oscars, no hay que decirlo, y pasa el mismo con los restaurantes. Fuera de Michelin hay gente que lo hace muy bien y que cocina como los ángeles.

Y cada vez más joven.
Hay relevo, por suerte, y cada vez Catalunya es un lugar donde es posible comida en restaurantes con personalidad propia, chefs con ideas innovadoras y a la vez cocinas que estiran el hilo de la tradición.

El techo del restaurante Alkímia, un restaurante donde habría querido cena Miquel Àngel. / Foto: Carlos Baglietto

Barcelona se ha posicionado como una capital gastronómica mundial, llena de restaurantes con estrella Michelin, pero ¿eso es sinónimo que fuera de aquí entiendan la cocina catalana como una cocina de referencia contemporánea?
El mundo se nos ha hecho pequeño en pocos años. En este mismo chaflán está el mundo. En una illa del Eixample hay un restaurante de sushi, uno de pizzas, uno de cocina francesa, uno de empanadas argentinas, uno de cocina peruana y uno de cocina libanesa, y en este mundo pequeño la cocina catalana tiene que hacerse un lugar global.

¿Eres optimista, al respecto?
Mucho, y tanto. Independientemente de cómo funciona el mundo, yo me intento imaginar el mío y tirar hacía allí, pero sin olvidar nunca quién soy y de dónde vengo.

Siempre empiezo las entrevistas de gastronomía preguntando por el desayuno y siempre las cierro igual: en el corredor de la muerte y con traje de naranja, como en las pelis americanas, ¿qué le pedirías al guardia si te preguntara por tu última cena?
Una judía tierna con butifarra y un pescado al horno con patatas.

¿Y de postres?
Una crema catalana y una coca de llardons.

¿Y para beber?
Seguramente un Recaredo.

No sé si en la prisión tendrían una botella de Turó d'en Mota 2009 en fresco, eh.
Beber un Turó d'en Mota como última cosa que haces en el mundo es un gran final, pero se acepta un Terrers, si hace falta.

Un día vi un reportaje donde explicaban que nueve de cada diez italoamericanos condenados a muerte pedían comer unos spaghetti con albóndigas antes de morir.
Claro, porque los conectaba con su madre o su abuela, seguramente.

La cocina es amor, seguramente.
Por eso la amo tanto, precisamente: porque me permite conectar con el trayecto de mi vida.