Dicen que fue Wattie Buchan, el vocalista de la banda punk escocesa The Exploited, quien puso de moda la cresta, pero han encontrado una momia de la edad del hierro que todavía la luce, bien alta, con restos de fijapelo. De hecho, algunos dinosaurios también la llevaban. Sea como fuere, parece que la cresta como símbolo de identificación marginal, de no-conformidad, caló en el imaginario subcultural juvenil a través de los que simpatizaron con los indios, los malos de la película Drums Along the Mohawk (John Ford, 1939), que llevaban ese corte de pelo. Más allá del punk, llevar cresta es siempre un acto político: en Cataluña, desde la guerra de los Siete Años, recibe el nombre de Gallo carlista la especie que tiene la cresta llana, a manera de boina roja. Gallo liberal, en oposición, es aquel con la cresta derecha. Gallo rojo, gallo negro, que cantaba Chicho Sánchez Ferlosio. Comer cresta, en tiempos de despilfarro alimentario, también es un acto político. La cresta de los gallos, este órgano carnoso, habitualmente de un color llamativo, así como la de los punks, las momias y los grandes saurios, sirve únicamente para luchar o coquetear, para la pelea o el cortejo; para gallear, al fin y al cabo. De igual modo, a efectos dietéticos, el valor de esta excrecencia es casi exclusivamente gastronómico: no aporta demasiados nutrientes, pero hace las delicias de las personas amantes de las texturas imposibles, a medio camino entre la oreja de cerdo, aunque menos cartilaginosa, y los callos, pese a ser algo más firme y no contener gelatina, ese prodigio de la naturaleza que tan bien liga los guisos. Eso no significa que la dieta crestívora alimente solo el espíritu. Esta deliciosa protuberancia, que ciertas aves gallináceas tienen sobre la cabeza, contiene ácido hialurónico, una sustancia que también se encuentra en la aleta de tiburón, las articulaciones de las vacas, los residuos de pescado y el cordón umbilical. El ácido hialurónico tiene el papel de aumentar el colágeno, además de acumulador de agua y otras materias de relleno de la piel, por eso es muy útil en el tratamiento de las arrugas producidas por la edad. Es decir, maravillas de la naturaleza, comer crestas de gallo previene la aparición de las patas de gallo. Pero eso carece de importancia si, como proclaman los cretófilos más estereotipados, no hay futuro. En cualquier caso, en casa nunca bajaremos la cresta. Aquí la recetas a base de crestas de gallo que Mar Phonoll y un servidor hemos creado y redactado, y que aparecen más ampliamente recogidas en Cinc receptes amb cresta de gall (Mancebía Postigo, 2021), una publicación dedicada a la memoria del añorado músico y escritor agapista Victor Nubla, en respuesta a su libro, pionero en la reivindicación de la casquería,  Cinco recetas con hígado de rape (Biblioteca para misántropos, 2004):

Delicias crestívoras, en peligro de extinción en los mercados gentrificados de Barcelona. Foto: Wikipedia.

1. Cresta a la vinagreta

Se trata, de hecho, de una receta extraída del libro de Ignasi Doménech La teca. La veritable cuina casolana de Catalunya (1924), donde aparece descrita de esta manera: «Cabeza de ternera a la Vinagreta: Tanto si es cabeza de ternera, manitas de cerdo, lenguas y cerebros y siendo todo bien cocido con agua, sal y alguna legumbre para darle sabor, puede servirse después de cocido al natural, cortado a trozos, y si quiere con adorno de pedazos de huevo duro, pepinillos, alcaparras, patatas cocidas y una salsera de salsa a la vinagreta o mahonesa.» Para tan encrestada ocasión, sustituiremos la lengua por unas crestas de gallo (limpias y hervidas durante un par de horas aproximadamente, hasta quedar bien tiernas) y añadiremos un poco de rúcula y piparras a la composición original.

Ahora que se han extendido por doquier las franquicias de gyozas, los dumplings take away, las samosas y las empanadas argentinas, quizá haya llegado el momento de reivindicar el regreso de las endémicas crestes, que es como en Cataluña llamamos a las empanadillas de toda la vida.

​2. Bocadillo de crestas con setas y alioli

Existe un bocadillo por el cual hemos atravesado la ciudad a pie hasta la frontera con Hospitalet de Llobregat en diversas ocasiones. Si alguna vez os acercáis al Mercado de Collblanc, probad el bocadillo de bacalao con alioli y pimientos y entenderéis la razón de nuestro peregrinaje. Esta segunda receta la inventamos invocando el savoir faire del Bar Neme y sus opíparos bocadillos, en los cuales jamás faltará generosa untada de ajiaceite. Así pues, empezamos por abrir una barra de pan de chapata en dos partes que ungiremos con la emulsión de ajos y aceite en el mortero. Y la cosa no tiene mucho secreto. Calentamos la paella y salteamos las setas. Nosotros utilizamos camagrocs y shitakes, pero sentíos libres de variar la selección. De hecho, existen unos hongos llamados «cresta de gallo» por su forma, que se comen crudos. Pasamos, como decíamos, las setas por la sartén y las tendemos sobre el lecho de salsa. Una vez cocidas —como se indica en la primera receta—, ponemos las crestas en la misma plancha y… ¡Cuidado! Saltan tanto y tan alto que bautizamos ese estallido de crestas voladoras como «momento Carrero Blanco». Estáis avisados. Una vez encamadas junto a las setas, añadir perejil picadito, cerrar el bocata y zampar.

3. ¡Recrestas!

Ahora que se han extendido por doquier las franquicias de gyozas, los dumplings take away, las samosas y las empanadas argentinas, quizá haya llegado el momento de reivindicar el regreso de las endémicas crestes, que es como en Cataluña llamamos a las empanadillas, las démodés masas de harina que podemos rellenar de infinitas maneras, más allá de las tradicionales de atún o pollo. Nosotros, naturalmente, optamos por cocinar las crestas rellenas de crestas: una redundancia crestófila deliberada. Ala, no querías caldo, ¡toma dos tazas! El diccionario Alcover-Moll recoge «Re-cresta!» como exclamación vulgar de admiración, sorpresa o impaciencia. Algo así como ¡recórcholis!. Y sin duda, esa es la interjección más adecuada para recibir una humeante bandeja de empanadillas recién salidas del horno. Se pone en el centro de cada masa de cresta una cucharada de relleno (sofrito de cebolla, ajo y tomate, mezclado con huevo picado y las crestas cocidas) y se pliega sobre sí misma. Para asegurar que el picadillo no se escapa, la técnica habitual es presionar los bordes con la punta de un tenedor, que es la marca característica de las crestes respecto a otros tipos de masas rellenas, y de aquí su nombre como metáfora formada por semejanza a la excrecencia de un gallo. Para cocerlas al horno y que queden crujientes y de un bonito tostado, las pintaremos con huevo

 

Si no conocéis la trippa alla florentina, veréis que se trata de una fórmula a base de un sofrito suave de verduras, la salsa espesada con la cremosidad del parmesano y la frescura de la albahaca. Ni rastro del picante que une, en la península ibérica, a todas las recetas de estómago de ternera o cordero.

4. Morcilla de crestas con gamba roja y pistachos

En casa, cuando queremos lucirnos, hacemos una receta sacada del programa de cocina de un popular culturista de la televisión catalana. Una vez, incluso la preparamos para una treintena de amistades, en un festín memorable que tuvo lugar en una masía del Penedés, entre las cuales se encontraba una noruega que no probó bocado. Se trata de las manitas de cerdo con gamba roja y pistachos, un plato cuyo interés radica en el contraste de texturas entre la gelatina de las manos deshuesadas y el crujiente de los pistachos, potenciado por el sabor de la gamba roja y un toque picante. La textura de la cresta de gallo es tierna y gelatinosa, homologable a la de las manitas o los callos; pero más gelatinosa, sin llegar al crujiente de la oreja de cerdo. Es por ello que hemos hackeado esta receta añadiendo una textura intermedia, la de las crestas de gallo, mezclandolas con la carne de las manitas y las gambas para embutir una morcilla que pasaremos por la plancha con el aceite resultante de confitar las cabezas y los caparazones de las gambas con guindilla.

5. Cresta alla florentina

Cuando recibimos a amantes de los callos, nuestra forma predilecta de cocinarlos es a la manera de Florencia. Si no conocéis la trippa alla florentina, veréis que se trata de una fórmula a base de un sofrito suave de verduras, la salsa espesada con la cremosidad del parmesano y la frescura de la albahaca. Ni rastro del picante que une, en la península ibérica, a todas las recetas de estómago de ternera o cordero. La cresta de gallo, lo hemos dicho ya, es algo más cartilaginosa que los callos, pero ambos despojos se pueden intercambiar a fin de modificar este tradicional guiso de la Toscana. Empezaremos por un sofrito de cebolla, zanahoria y apio, cortado todo a la brunesa, es decir, a dados pequeños. No necesita demasiado tiempo: tan pronto como la cebolla comience a dorarse, lo regáis sin mesura con vino blanco. Cuando el alcohol se haya evaporado, añadís unos tomates pelados, unos ajos a láminas y dejáis trabajar la mezcla durante media hora más o hasta que se seque. Llegados a este punto, el aroma os habrá puesto de mucho mejor humor. Después, añadís las crestas y un poco del caldo de cocerlas que habremos reservado. En el momento en que el estofado vuelva a perder agua, añadimos queso parmesano rallado al gusto, pimienta molida y unas hojas de albahaca. Os chupareis las crestas.

Trippa alla fiorentina. FOTO: Trattoria Sergio Gozzi_Florence (Flickr)