Tiempo atrás el país era un hormiguero. Una multitud de gente recorría constantemente, paso a paso, sus caminos tortuosos; en el mejor de los casos, con unas alforjas colgando de un burro, una mula o un caballo. El paisanaje que transitaba nuestros senderos era de lo más variado. Había artesanos, agricultores y marchantes de ganado que se acercaban a los mercados y ferias; había médicos, cirujanos y boticarios en busca de enfermos y enfermas; había monjas, sacerdotes y curas hacia las parroquias más alejadas; pero sobre todo había arrieros, que eran los encargados de transportar las mercancías entre las masías, pueblos y ciudades de Catalunya... y más allá. Gracias a ellos, organizados meticulosamente en gremios desde la época de la Catalunya Vieja, el Principado era como un enredo de nodos interconectados a través de la cual la información, más allá de los cargamentos, fluía. Para haceros una idea de cómo lucían —aunque exacerbada por la manía del folklorismo— aquellos arrieros, podéis acudir a cualquier festividad de Sant Antoni, conocida también como Els Tres Tombs (de Anglesola, de Balsareny, de Barcelona, de Vilanova i la Geltrú, de Sant Cugat...), donde podréis apreciar una multitud de tartanas y carrozas engalanadas e incluso alguna caravana de mulas (la cual, antiguamente, alcanzaba centenares de animales en hilera, sobre todo en los Pirineos). Pero, para entender lo que representaron y de qué manera eso continúa presente en la actualidad, solo hay que dar una ojeada a las fondas (denominadas también hostales de camino real). Quiero decir, a la morterada de fondas que sobreviven a pie de carretera, muchas de las cuales tienen su origen en la época de los arrieros y en la necesidad de alimentarlos y cobijarlos a ellos y sus bestias. Con un panorama así (y ahora hablo de la época pretérita), es lógico que los antiguos arrieros diseñaran sus puestos en función del magisterio gastronómico de cada establecimiento. La competencia era estrepitosa, sin duda. Y el abanico de menús posibles, desorbitado. Entonces, a alguna hostalera u hostalero espabilado se le ocurrió la siguiente idea: el menú de todos los lunes del año sería siempre el mismo. Y, de igual manera, el del resto de los días de la semana. Algunos ingredientes cambiarían, claro está. Pero la base de cada plato (una escudella, un mar y montaña, un pescado asado...) se mantendría. De esta manera, todo el mundo sabría qué plato se podría degustar, en qué fonda y qué día de la semana.
Algo debió quedar medio enterrado porque, un siglo más tarde, hacia los años setenta, a alguien se le ocurrió una idea parecida
Paella todos los jueves
Como era de esperar muchos arrieros se hicieron suya esta base de datos. Cuando cambiaba un plato en una fonda se hacía correr la voz, y rápidamente esta se actualizaba y así sucesivamente para estar siempre con la información al día. De resultas de eso, claro está, algunas fondas alcanzaron mucha notoriedad. Aunque, fue en el seno de todas ellas que afloró su verdadera riqueza: nunca la cocina catalana había vivido un momento tan exitoso. Sin embargo, pronto las mulas dieron paso a los coches y los arrieros a los camioneros. Con la llegada de la automoción los caminos perdieron su antiguo bullicio. Y, enfrente de la bajada de la clientela, muchas fondas tuvieron que cerrar o emigrar a la ciudad en busca de nuevas oportunidades. Lógicamente, la gastronomía sufrió una sacudida; se podría decir un golpe mortal. Entre muchas otras víctimas, el proceso de industrialización que se inició durante el siglo XIX también decapitó el sofisticado ingenio de un menú cíclico. Y, finalmente, los años pasaron y todo cayó en el olvido. Pero algo debió quedar medio enterrado porque, un siglo más tarde, allí hacia los años setenta, a alguien se le ocurrió una idea parecida. Cien años más tarde de la desaparición de los últimos arrieros, esta vez desde la ciudad, a algún iluminado o iluminada se le ocurrió servir paella todos los jueves. Y se tiene que reconocer que, más allá de un suicidio financiero (o si no preguntad a cualquier restaurador o restauradora cuál es el día que menos gana por menú), el invento funcionó. O mejor debería decir, volvió a funcionar.
Cuscús con tajín
Una ciudad tiene, como la revolución industrial, cosas buenas y malas. Y a veces no se entienden las unas sin las otras. Es un claro ejemplo el barrio del Raval de Barcelona. No hay un día que no pasee por sus callejuelas —y lo hago a menudo— que no oiga los rebuznos de algún turista desesperado porque le han robado algo. Por contrapartida, no hay un día que no salga del Raval con la sensación de no haber descubierto un nuevo sabor. Sin ir más lejos, la semana pasada le tocó el turno a la pastilla marroquí de gambas y sepia, que consiste en un hojaldre al horno que envuelve una masa especiada a base de fideos de arroz con frutos de mar. Pero si hay una cosa que justifica que os acerquéis a un barrio como este, marcado por una confluencia de culturas y nacionalidades, esta cosa es el cuscús. O mejor dicho, el cuscús con tajín (que es el nombre de la tradicional cazuela de barro del norte de África y, por extensión, como pasa con la cazuela catalana o la paella, cualquier receta elaborada dentro suyo). Como es sabido, esta pasta elaborada a base de sémola de trigo duro y agua mineral alcanza entre las comunidades del Magreb un grado de sofisticación incomparable. El cuscús puede acompañar mil y un tajines diferentes: de cordero, avellanas y ciruelas; de pollo, pasas y piñones; de verduras, hierbas y ras el hanout; de ternera, olivas y limones con salmuera; las recetas varían en función de si provienen del Marruecos, de Argelia, de Túnez... y, muy especialmente, de si tienen o no tienen un vínculo con la cultura bereber o amazig. Y hecha esta introducción, si los jueves comemos paella, sabed que en cualquiera de los restaurantes de cocina magrebí de Catalunya los viernes se sirve cuscús. شهية طيبة!!