Antes de empezar conviene que te avise de dos cosas. La primera, que esta es una crónica personal de un recorrido gastronómico que probablemente tú también tengas ganas de hacer cuando acabes de leer este artículo. La segunda, que si decides aprovechar la iniciativa "Italia cono Gusto" y comer casi cada día en uno de los cuatro restaurantes regionales italianos de Barcelona que participan en el recorrido, es altamente probable que dentro de una semana ya no seas la misma persona que eres hoy. A mí, cuando menos, es lo que me ha pasado. Hace siete días me llamaba Pep, pesaba dos quilitos menos y era un simple italianófilo como tantos de otros existen en nuestro país. Quizás como tú, quién sabe. Iba a hacer el café al Blau Cucina e Caffè (c/Freixures, 5), compraba productos gourmet en el Emporio adyacente a la Cucine Mandarosso (c/Verdaguer i Callís, 4), cenaba una vez cada tres meses en el Xemei (Pg.Exposició, 85) y una vez al año procuraba ir de viaje a Italia. La cosa típica, vaya. Desde hace pocos días, sin embargo, he dejado de ser italianófilo para pasar a ser italiano, que no es lo mismo, y todo ha sido casi sin darme cuenta de ello, progresivamente, casi tan lentamente como la caída de gafas de sol de Marcello Mastroianni en 8 e mezzo de Fellini. Esta, pues, es la crónica gastronómica, pero sobre todo vital, de cuatro días descubriendo los menús degustación de algunas de las mejores trattorias y osterias de Barcelona.

Día 1: Galú, cuando Sicilia late dentro de un plato

Todo empezó cuando leí no sé donde que la Camera di Comercio Italiana di Barcellona proponía una ruta por la gastronomía regional italiana a través de cuatro restaurantes de Barcelona. Cuatro menús diferentes, los cuatro a precio cerrado económico, y los cuatro con posibilidad de disfrutar de los platos por separado. Avanti, pensé. En aquel momento yo era alguien normal -o casi normal, supongo-, pero fue probar las olivas nocellara que me dieron de aperitivo en Galú (c/Rosselló, 290) y todo empezó a cambiar: sí, me hicieron vibrar tanto como las empeltre de la Terra Alta o las arbequinas de Les Garrigues. ¿Qué será lo siguiente, decir que un monovarietal de nero de Avola como el Cartagho Mandrarossa es mejor que cualquier garnacha negra del Priorat?, pensé. Sudor fría sólo de pensarlo, y sobre todo de escribirlo, pero la verdad es que aquella copa de vino me tocó la fibra. "Soy catalán y todo lo que producimos en Catalunya es lo mejor que hay", me repitió por dentro el angelito con barretina que siempre me ronda por la cabeza. No fue suficiente, sin embargo, sobre todo cuando inmediatamente me sirvieron un arancinette con tinta de calamar que con un solo bocado me transportó al mercado de la Vucciria de Palermo, mil veces más interesante que la Boqueria de Barcelona, en una de aquellos puestos en los que una mujerona mayor cocina arancini con un delantal manchado mientras al lado un par de pescadores venden bien fresco, chillando como locos, el pescado capturado aquella mañana. En Palermo el "todo a dos euros, me lo quitan de las manos" no se hace con calzoncillos ni calcetines, sino con sepias, atunes, erizos de mar o sardinas. En el Galú, casi podríamos decir que también, pero por 40€: spaghetti a la sarde (es decir, con sardinas), rissotto con erizos de mar, berenjenas a la parmigiana y para rematarlo un cannolo con ricotta de oveja más siciliano que el mendigo de Cinema Paradiso que se pasa el día diciendo "la piazza è mia". Contento de haber ido a Sicilia sin moverme del Eixample, me marché del restaurante diciéndole "ciao" a Niko Sciomione, el chef, sin caer que alguna cosa dentro de mi había empezado a cambiar y que ya nunca más diría "adéu-siau" a nadie.


Espaguetis con sardinas del restaurante Galú. (Alex Froloff)

Día 2: Raffaelli, la vida soñada de Giovanni Ranna

Todavía afectado por la experiencia en Galú, el segundo día salí de casa escuchando Franco Battiato en el Spotify del móvil. "Que Roger Mas me perdone", pensé. La voz del genio siciliano se confundió, de repente, con la de Maria Callas cantando un aria de Puccini cuando entré en Raffaelli (c/Luis Antúnez, 11): hay un pellizco de la Toscana en el corazón de Gracia, y además una receta de la ciudad de Puccini, Lucca, fue la que me hizo entender que la vida es maravillosa cuando parece formar parte de un anuncio de Giovanni Ranna. La culpa de todo fue de los tortelli lucchesi con ragú toscano, uno de aquellos platos de pasta que te hacen entender rápidamente por qué Florencia es la mejor ciudad del planeta y por qué todos los territorios vinícolas, bucólicos y medievales del mundo pretenden ser la Toscana de quien sabe qué, pero ninguno de ellos lo consigue. Si Puccini creó el Nessum Dorma, Dante la Divina Comèdia, Leonardo La santa cena y Miquel Ángel La capilla Sixtina, los chefs Michele Puggioni y Antonio Caruso han creado un plato de pasta que también es arte y te da ganas de comprarte una Vespa, coger un pedo con dos botellas de Chianti, buscar pisos en Siena con la versión italiana de Idealista y casarte en la abadía de San Galgano. Así de extraño, pero así de cierto. Yo, pobre de mí, que siempre había soñado con casarme en la ermita de Sant Jaume de Montagut, estaba pensando de repente a decir sí al amor eterno en una abadía abandonada cerca de Follonica por el solo hecho de haberme comido un cacciucco alla livornese que casi me da ganas de dejarlo todo, tirarme a la mar, hacerme marinero, tener una casita en Livorno y venderle pescado a los hijos de Cristiano Lucarelli, uno de mis mitos de juventud. Llega un día en la vida en que te das cuenta de que la caldereta de bogavante que comiste una vez en Menorca era deliciosa, pero que en la otra orilla del Mediterráneo hacen una cazuela (cacciucco) de pescado diferente, pero igual de buena, y a mí aquel día me llegó hace tres días. La italianización de mi ser entraba, ya, en una fase avanzada.


Tortelli lucchese al ragú toscano con la receta del restaurante Raffaelli. (Alex Froloff)

Día 3: Bacaro y la tesis que Venecia no es de este mundo

Hay ciudades inventadas que simulan ser aquello que fueron, como por ejemplo Carcasona. Hay otras que simulan aquello que nunca serán, como Empuriabrava. Hay una, sin embargo, que es aquello que ninguna otra ciudad podrá ser nunca: Venecia. Si la ciudad de los canales es diferente a todo no es sólo porque tenga agua por todas partes, sino porque es un parque temático -como todas las capitales turísticas del mundo-, pero habitado por personas normales, que trabajan haciendo cosas normales, compran cosas normales y comen cosas normales. Con el mismo espíritu singular, Bacaro (c/Jerusalem, 6) es también un italiano diferente a los otros italianos. Principalmente porque técnicamente, más que italiano, es un restaurante véneto donde se come la cocina de la zona de Venecia y rezuma una familiaridad tan grande que te hace sentir véneto también durante un rato. Marco Lecis y Maurizio de Vei son los dos comandantes de esta osteria que debe su nombre a Baco, dios del vino, seguramente por eso la selección de vinos es excelente. De hecho, fue allí, disfrutando de un rissotto al nero di sepia más majestuoso que la basílica de Santa Maria della Salute, cuando acabé de hacer el click definitivo a mi particular mutación. Si Venecia era para Thomas Mann sinónimo de muerte y decadencia, para mí fue también sinónimo de muerte, pero de otra muerte: la de alguien que un día fue penedesense, que se había criado bebiendo cava incluso para desayunar y que una noche, concretamente la del 16 de septiembre de 2021, dijo en voz alta que el prosecco de Valdobbiadene era delicioso. Después de eso, era evidente que mi metamorfosis era imparable. "Yo es otro", que dijo Rimbaud. En efecto, por arte de magia, después de acabarme el bacalao alla vicentina empecé a hablar un italiano normativo perfecto digno de un presentador de la RAI y no sólo me marché diciendo "ciao", sino que noté que la italianidad en mí era ya como la acqua alta: natural, lógica e imparable. Lógicamente, cogí un taxi en la Rambla y en vez de pedirle que me llevara a Via Laietana a la altura de Correus, le dije "gondoliere, portami en casa".


Rissotto al nero di sepia del restaurante véneto Bacaro. (Alex Froloff)

Día 4: Can Sardi, la isla de Cerdeña dentro de la península de la Barceloneta

Llegué a Can Sardi (c/Pepe Rubianes, 25) conduciendo ya mi flamante Aprilia, con gafas de sol Carrera, una camisa ajustada propia de un milanés acostumbrado a vivir entre las bambalinas de la moda, unos pantalones de segunda mano que podrían haber sido de Pier Paolo Pasolini y una canción de Paolo Conte en los auriculares del móvil. Si Pepe Rubianes era un catalán nacido en Galicia, yo también me había convertido, indudablemente, en un italiano nacido en Catalunya. Un italiano más en esta Barcelona donde es más fácil encontrar italianos que alguien de la Garrotxa, ciertamente. Olvidaba, sin embargo, que si alguna cosa tiene Cerdeña es una identidad propia que la hace uno de los territorios menos italianos de Italia. Hasta hacía pocos días, para mí Cerdeña era la isla donde está El Alguer, la ciudad más catalana de ultramar, y de repente comprendí que Cerdeña es mucho más que eso y que tener 33 años y no haber probado nunca la fregola sarda con almejas y bottarga era indigno de un italianófilo convertido en italiano: la fregola es una pasta de sémola del tamaño de un guisante, y la bottarga sarda es la botàriga catalana o la garrofeta valenciana, es decir, un conjunto de huevos de pescado secados y sazonados. Un estallido intenso de mar en el paladar, vaya, como si toda Cerdeña viviera no sólo dentro de un restaurante de la Barceloneta, sino dentro del pequeño espacio de tu tenedor. Acabar el recorrido cerca del mar es bonito y poético a la vez, pensé, ya que si una nueva vida tiene que empezar, siempre es mejor iniciarla con un horizonte a la vista. De repente todo es nuevo y extraño, como la seada con miel y reducción de mirto, un postre no apto para diabéticos y que es una seta de sémola frita, relleno de queso pecorino y con un toque de limón, miel y mirto.


Los culurgione con salsa, la bottarga y la seada con miel de Can Sardi, en homenaje a la Bomba de la Barceloneta. (Alex Froloff)

Los sardos dicen que no son italianos, los de la Barceloneta dicen que no son de Barcelona y yo, que desde hacía dos días ya tenía una foto de Giorgio Chiellini levantando el trofeo de la Eurocopa 2020 ganada por Italia este verano como fondo de pantalla del móvil, acabé mi periplo de una semana descubriendo la gastronomía regional italiana diciendo que no me llamaba Pep, sino Giuseppe, pero que los amigos me decían Jeppino. Ahora ElNacional.cat tiene el primer articulista internacional de la plantilla, en el CAP me piden la tarjeta sanitaria europea para poder visitarme al médico y la Guardia Civil ya no me dice "qué pone en tu DNI", y todo eso gracias a la buena comida. Por algún motivo Goethe escribió en Viaje a Italia que los italianos son a las personas más caóticas del mundo, pero que cuando se sientan en la mesa se acaban entendiendo siempre. Si estás dispuesto a entenderte con tu nueva identidad italianesca y todo lo que eso comporta, pues, siéntate tú también y ya sabes qué te encontrarás: tienes tiempo hasta el 26 de septiembre. Ci vediamo presto, alla prossima.