Dicen que el mundo se divide entre la gente a quien nos gusta la fruta confitada y la que no, pero eso es mentira, ya que los primeros estamos en clara minoría dentro de la sociedad y la división nunca es cincuenta a cincuenta, sino noventa a diez, en todo caso. Somos pocos, pero convencidos. Tanto, de hecho, que no es hasta llegados a la edad adulta cuando descubrimos que comer fruta confitada no es una decisión gustativa, sino más bien un acto de militancia gastronómica. Esto pasa, quizás, porque de todas las mentiras que nos creíamos de pequeños, la fe en que una pieza dulce y dura sobre un roscón sea 'fruta' es la que mejor aguanta al paso de los años. Un servidor, por ejemplo, descubrió que los Reyes no vienen de Oriente ni encima de un camello a los siete años, al igual que también aprendí más o menos en aquella época que Jordi Pujol y Josep Lluís Núñez no eran la misma persona, que los niños no nacen gracias a una cigüeña llegada de París o que aquello que se ve desde el Tibidabo, en vez de Mallorca, en el 95% de los casos no son más que nubes en el fondo del horizonte.
Hay un montón de cosas que de pequeños se nos explican a medias, casi como si no fuéramos lo bastante inteligentes todavía para comprenderlas del todo y tuviéramos que mostrar una fe ciega en nuestros familiares, maestros o monitores con el fin de aceptarlas. A menudo se nos dice que hay cosas en la vida que no son normales pero que tenemos que esforzarnos en creer, como por ejemplo que haya un gorila blanco viviendo Catalunya o que Cerdanyola, contra todo pronóstico, no sea la capital de la Cerdanya. De todas las realidades aparentemente lógicas y ciertas que esconde la vida, a mí la que más me costó aceptar de pequeño es que la pieza verde y crujiente de los roscones sea melón, quizás porque es poco verosímil. Sorprendentemente, sin embargo, el noventa por ciento de los niños se lo creen, como también se tragan que el Sugus de color azul sea de piña. Lo que pasa es que después, cuando se hacen mayores, se cansan de aquella fantasía y pasan a formar parte del noventa por ciento de adultos que reniega de la fruta confitada. Contra ellos, auténticos profesionales del haterismo fruticonfitoresco, solo resistimos un diez por ciento de las personas por la sencilla razón que a nosotros, algún día, alguien nos explicó de verdad qué son aquellas tres cosas de colores que se comen: no son una fruta, no. Ni siquiera una fruta cocinada en almíbar. "Aquello es", nos dijeron casi en voz baja, como quién explica un secreto, "la representación simbólica de las tres ofrendas de los Reyes al niño Jesús". Es decir, se mire como se mire, joyas a las cuales hay que adorar.
Un roscón con fruta confitada es una joya
La señora que me explicó el origen secreto de la fruta confiada no era ninguna bruja ni nada parecido, solo faltaría, sino la dependienta de la pastelería J. Rius de Vilafranca del Penedès, aunque a menudo dudo si no era la de Cal Galí. No lo recuerdo bien porque yo debía tener cinco o seis años y solo recuerdo que con mi abuelo, cada último domingo de mes, dedicábamos la mañana a pasear por el mercado dominical de los Monjos. De camino hacia el Pla, antes de comer, hacíamos una parada técnica e imperativa en Vilafranca para comprar un tortell. Había en todo aquello muchas cosas que yo no entendía. Por ejemplo, por qué él se ponía corbata los domingos, si en teoría era un día en que no tocaba despachar en la tienda de marcos. Tampoco comprendía por qué las mujeres de mi pueblo al mercado de los Monjos le decían "El Corte Inglés del Penedès", si no había escaleras mecánicas y los vendedores no iban vestidos como Eduardo Zaplana, pero lo que más me costaba de asimilar domingo tras domingo era por qué al brazo de gitano se le llama así, si lógicamente no se trata de una extremidad de ninguna persona que tiene el caló como lengua propia. Quizás era por culpa de esta incomprensión semántica que siempre, desde pequeño, el tortell -que mi abuelo llamaba tortellet, fuera de la medida que fuera- fue mi postre preferido cuando entrábamos a la pastelería, a aquella hora en que la gente hace cola para recoger el pollo asado, y delante de la vitrina llena de dulces yo solo me tenía que limitar a decir si lo quería de crema, de trufa o de nata.
Fue uno de aquellos domingos, seguramente antes de Sant Joan, cuando en vez de un roscón tuvimos que comprar una coca y yo, sorprendido y sin entender nada, le pregunté a la dependienta por qué llevaba cosas de colorines encima si no era Navidad ni teníamos que comer roscón de Reyes. Entonces, acercándose a mí, aquella buena mujer que quizás ya está muerta me explicó que la fruta confitada también se pone en la coca de Sant Joan, aunque su origen radica en los roscones del día 6 de enero. Aquel mediodía aprendí que el verde del melón, el naranja de la naranja y el rojo de la cereza representan los tres regalos reales que sus majestades Melcior, Gaspar y Baltasar ofrendaron a Jesucristo recién nacido, y ya desde entonces nunca más me he querido preguntar si realmente hay alguna migaja real de melón, naranja o cereza en estas piezas de fruta cocinadas con almíbar (agua y azúcar) y dopadas con conservantes. Desde aquel día, sin preguntas y con una fe absoluta, sencillamente soy un soldado de la fruta confitada y un defensor a ultranza de su presencia en todo tipo de roscones, cocas, pasteles e incluso magdalenas, si hace falta, cuando el presupuesto escasea y hay que acabar improvisando un pastel de aniversario comprando en el paki de la esquina porque se te ha complicado el día.
De los romanos a Carles Riba: una teoría
Otra cosa que aprendes cuando te haces mayor es que si comemos fruta confitada el día de Reyes y el día de Sant Joan es, en parte, porque hace tres siglos nuestros antepasados romanos ya incorporaban frutas maceradas con miel en las cocas que comían durante las celebraciones de los solsticios de invierno y de verano. No fue hasta siglos más tarde que los árabes pasaron a cocinar aquella fruta en almíbar, pero sí que fue en la antigua Roma donde cogieron la costumbre de esconder un haba dentro de los pasteles de miel, higos y dátiles que compartían con la familia durante las saturnales, en la época del año en que ahora celebramos Navidad. Con el paso del tiempo, aquella haba dejó de ser símbolo de prosperidad y fertilidad para convertirse, más bien, en todo el contrario. Dos milenios después, precisamente este año en la joyería Moner de Vilafranca del Penedès decidió esconder 10 piezas de joyería -joyas auténticas, no simbólicas- dentro de cinco roscones de casa Galí, casa Trens, casa Rius, casa Bertran y casa Parés. Así pues, de repente el signo semiótico dejaba de ser símbolo para convertirse en materia: si dentro del roscón de Reyes hay un anillo de oro de 18 quilates, ¿qué sentido tiene que encima haya fruta confitada que simboliza las joyas que los tres Reyes regalaron a Jesús?
En la Autónoma, mi profesor Jaume Aulet nos explicó el postsimbolismo de Carles Riba con una frase que no olvidaré nunca: "cuando Riba escribe la palabra silla, en realidad no está hablando de una silla, sino que de una silla", dijo cambiando el tono de voz y moviendo las manos, "es decir: de la idea de silla, de su representación simbólica dentro de nuestra mente". Cuando el pasado 5 de enero los vilafranquines llegaron a hacer hasta tres cuartos de hora de cola para comprar un roscón, lo que esperaban encontrar dentro no era una joya, sino la idea que los humanos tienen de una joya: lujo, elegancia y felicidad. Poco más o menos, es lo mismo que me pasa a mí cuando como fruta confitada, pero con la diferencia que si me gusta es, precisamente, porque valoro su voluntad postsimbolista. Es decir, no existe para saciarnos el hambre ni hacer más placentero el acto de comer unos postres, sino para recordarnos el regalo de tres personajes mágicos de Oriente, por eso siempre serán la joya más preciada que pueda tener nunca un roscón de Reyes, pase lo que pase en Vilafranca.
Ya sé que poca gente lo entiende así y todo el mundo se pregunta, más bien, por qué caray los pasteleros siguen apostando por la fruta confitada si a nadie le gusta y la mayoría de gente la acaba tirando a la basura, pero si eso pasa, si realmente algún día llega el 6 de enero o el 24 de junio y no tenemos perlas de color sobre alguna coca, quizás los haters de la fruta confitada habrán ganado la batalla, sí, pero el mundo habrá perdido otra más importante: la de recordar que hacerse mayor es aceptar que el mundo no es perfecto y a veces la vida no es el cuento de hadas que soñábamos de niños, precisamente por eso la fruta confitada es la última barricada de aquella ilusión inocente que nos permitía creer en lo que fuera, incluso lo que no existía.