En un lugar de Mallorca de cuyo nombre no me quiero recordar, cuando faltan seis minutos por las siete menos cuarto de la mañana llego a una finca de foravila con el fin de matar un cerdo. El cielo empieza tímidamente a clarear, el gallo todavía no ha cantado y los 9º que marca el termómetro del porche me hacen pensar en mi padre, que siempre decía que lo que más le impactaba de la matanza no eran los gemidos del marrano, sino la sangre, que "olía a frío". Hoy también hace rasca y he decidido venir hasta aquí, medio interesado y medio acojonado, para comprender de una vez por todas por qué motivo él siempre recordaba aquel ritual con el mismo tono de cuando hablaba de los penaltis en la final de Sevilla contra el Steatua. Era un recuerdo tenebroso y desagradable, casi gore, por eso cada vez que en casa teníamos sobrasada él ni se acercaba a ella. "Si supieras cómo la hacen, te costaría tanto como yo comerla", decía. ¿Y si estoy asistiendo a mi propio divorcio eterno con la butifarra, el fuet o el bull?, me pregunto mientras veo cómo empiezan a preparar las herramientas y los cuchillos.

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El arsenal necesario para convertir un mamífero de 150kg en el embutido que desayuna tu hijo en el recreo. / Foto: Pep Antoni Roig

Mientras procuro disimular el temor a una vida sin embutidos, oigo que mi amigo Pere -que curiosamente se llama como mi padre- le comenta a su hermano Toni que ha venido con un escritor de Barcelona que quiere hacer un reportaje de ses matances, ya que en Catalunya desde hace algunas décadas no está nada bien visto hacerlo. Podría haber ido al Solsonès, el Berguedà o alguna de las pocas granjas del Penedès donde clandestinamente todavía lo hacen, les explico, pero la realidad es que entre las normativas sanitarias impuestas por la Unión Europea y la Ley de Protección Animal, lógicamente cada vez queda menos gente que un día de invierno, en casa, decida reunirse en familia para celebrar lo que hoy he venido a vivir con una libreta y un bolígrafo bajo el brazo: un acto que para algunos es una fiesta milenaria y para otros, en cambio, más bien un asesinato.

Primer acto: la muerte

La bestia espera hasta después del cacao, me dice Toni mojando una galleta dentro del chocolate a la taza que acaba de preparar su madre. Este desayuno en familia inicial es el primer acto sagrado de la liturgia, según parece, por poco porcino que sea. Mientras se enfunda las botas y se pone dentro de un mono integral, me explica que tiene mi edad y que fue monaguillo en Lluc durante toda su infancia, por eso cuando le escucho pienso que los dos somos de la misma quinta, sí, pero que él sabe hacer dos cosas que yo no aspiro a dominar nunca: una, cantar como los ángeles y tocar de maravilla el violín; la otra, matar un mamífero de 150kg con un cuchillo. Y llevarlo a cabo, claro está, cumpliendo con todas las medidas que la regulación pide obedecer en Mallorca. ¿Te sabe mal hacerlo?, le pregunto limpiando la taza con una cuchara justo cuándo el motor de un tractor con una pala excavadora arranca. "No, toda mi familia lo ha hecho desde hace siglos", me responde, "además, tú que eres de letras: si hay tantas canciones, pareados o frases hechas sobre las matanzas, debe ser porque para la gente es una cosa buena e importante, no?.

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El hígado de un cerdo y parte de su cuerpo, en el fondo, en una estampa que Narcís Bardalet consideraría pronográfica. / Foto: Pep Antoni Roig

En la possessió donde desde hace años su padre hace de amo, que es donde estamos, hay tres cerdos y cuando pasan nueve minutos de las seis y media de la mañana a uno de ellos le llega su San Martín. El cielo empieza a clarear, la pala de la excavadora se eleva muy arriba y cuatro hombres entran en el corral para coger el marrano a quien desde hace dos días no han dado de comer. De repente, con los gemidos del animal resistiéndose, el silencio crepuscular se me hace incómodo como tragar una pastilla sin agua y le pregunto a Tomeu, uno de los amigos que ha venido, si cree que la bestia se da cuenta de lo que está pasando. ¿Sabe que está a punto de morir? ¿Chilla porque le separan de sus hermanos? ¿Es posible que se escape? Serio y concentrado, sin embargo, Tomeu me mira con una cara que traduzco como uno 'dejamos Montagine para otro momento, ahora no es momento de ponerse moralista'.

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La trituradora de carne que trincha en añicos lo que hacía pocas horas era un animal con vida. / Foto: Pep Antoni Roig

Rápidamente se apresura a sujetar el cerdo por la espalda mientras Toni, Pere y el padre de los dos atan el animal de pies y manos al compás de unos gruñidos ensordecedores. Son quince segundos, veinte como mucho, pero por un momento se me hacen tan eternos como todas aquellas cosas que en la vida nunca acabamos de olvidar. Después, en un abrir y cerrar de ojos, el cerdo queda colgado patas arriba de la excavadora a la manera de Mussolini, Toni le clava una cuchillada precisa en la yugular y Pere, sentado a su lado con un cubo, recoge la primera sangre con el fin de llevarla rápidamente a su madre, la mocadera, que la removerá durante un buen rato para evitar que se coagule y se puedan hacer los botifarrons. Impactado y fascinado a partes iguales, todavía con la carne de gallina y un inefable nudo en el estómago, se ríen de mí preguntándome si tengo ganas de vomitar y les digo que no, ya que la única cosa que tengo ganas de vomitar es el artículo que me estoy haciendo encima.

Segundo acto: la purificación del cuerpo

Son casi las ocho de la mañana cuando estiran el cadáver del animal sobre una mesa de madera, empiezan a chamuscarle el cuerpo y con un cuchillo, minuciosamente, van escamándolo con el estilo de un barbero de navaja en un día de mala leche. Me doy cuenta de que la única forma de dejar de humanizar al pobre cochinillo es dejando de ser un espectador para pasar a ser uno más de la crew, por eso contra todo pronóstico me libero de mi papel de reportero dominguero, cojo una piedra pòmez y empiezo a pulir la piel del animal como quien se lima las callosidades del tacón del pie. De repente, al tocar con mis manos aquellos muslos ya sin vida, tengo la sensación telúrica de conectar de una manera atàvica con todas las historias de la granja que me explicaba mi padre y me doy cuenta de que hoy, con treinta y cinco años, por fin he dejado de ser el único miembro de mi familia en los últimos tres siglos -y seguramente también siete u ocho- que nunca había participado en una matanza del cerdo.

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El arte de cortar intestinos como quien corta pancartas de tela antes de un 11 de septiembre. / Foto: Pep Antoni Roig

Con el cerdo limpio y fino como el culo de un bebé, veo que Pere coge un trozo de papel de diario donde algún noble articulista ha escrito su columna, hace una bola y lo esconde dentro de un pequeño orificio. Más vale tapar antes de despellejar, no vaya a ser que todavía cague, me dice. Mientras pienso sobre el sentido del periodismo escrito en el siglo XXI, Toni y su padre abren la bestia en canal y empiezan a sacarlo todo. Los riñones, el hígado, el corazón, las vísceras y los intestinos, que rápidamente me piden que lleve a su madre, más allá del porche. Allí la encuentro, acompañada de dos familiares más, todas mujeres, vestidas con una bata de cuadros y rodeadas de cubos con agua caliente. Cuando le entrego los metros y metros de intestino, evidentemente llenos todavía de una masa oscura que no huele a Eau de Rochas, una de las señoras me dice que eso en aquella casa también es tradición: "cap dona a es porc, cap home a es ventre". Mientras ellas se pasarán casi una hora limpiando cuidadosamente los intestinos e hilándolos, en otro lado los hombres empiezan en desxuar y seleccionar las piezas. Sin darme cuenta de ello, quizás en parte por culpa del licor de matanzas del cual voy haciendo simpáticos traguitos, el tiempo ha pasado volando y ya son las nueve de la mañana, a pesar de que cuando cojo un cuchillo y empiezo a cortar carne -porque soy hombre y me toca estar en la zona masculina del ritual-, no sé si estoy a 7 de diciembre de 2023 o a 7 de diciembre de 1843.

Tercer acto: la materia del alma

Cuando poco a poco van apareciendo familiares, amigos y vecinos que se suman a la liturgia, lo primero que me viene a la cabeza es aquella frase del artista Miquel Barceló en la cual afirma que, para él, el día de ses matances es realmente la fiesta más importante del año, mucho más que Navidad. Con la carne deshuesada, el reparto de tareas empieza a ser digno de una empresa logística internacional y alguien que no conozco me dice va, periodista, ven aquí a remover que de esto haremos sobrasadas. Mientras pongo las manos dentro del barreño con la delicadeza de un masajista contratado en un spa, me llega de lejos el olor del saín -lo que en Catalunya conocemos como llard- que se está cociendo en una olla mientras otro señor que no conozco se lo va mirando, removiéndolo pacientemente, con la mirada fija de quien observa un Rothko. Todavía un poco más allá, en unas ollas que parecen las calderas de Pere Botero, los huesos del cerdo hierven hasta que dentro de dos horas nos sirvan para hacer los botifarrons. Son poco más de las diez de la mañana y, por fin, ahora que ya somos un buen grupo, ha llegado la hora de parar para desayunar.

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Botifarrons ligados con una técnica de nudo digna de un marinero. / Foto: Pep Antoni Roig

Con la mesa de nuevo desmontada y el estómago lleno, retornamos al trabajo y el tiempo parece que vuelve a transformar sus propias reglas. No sé si pasan veinte minutos, dos horas o un mes y medio, pero entre el desayuno y la hora de comer pierdo el mundo de vista de tantas sobrasadas, butifarras y camaiots que llego a embutir. Mientras yo me encargo de hacer girar la manivela de la máquina embutidora, la madre de Xesca -la mujer de Pere y la amiga culpable que hoy esté aquí- controla que la carne quede dentro del intestino y después, pacientemente, mi novia se dedica a hilar morcillas con un cordel o a coser las sobrasadas como quien repunta el borde de unos tejanos. Hacia la una empiezan a llegar niños pequeños -porque mientras haya niños que las vivan, las tradiciones no morirán-, el día va abriéndose poco a poco hasta que el sol del mediodía estalla y aquella casa donde he puesto los pies hace siete u ocho horas con la sensación de asistir a un fusilamiento se convierte, ahora, más bien en una verbena mediterránea donde solo falta Paolo Sorrentino, sentado en una butaca de director, diciendo "Acción!" con una cámara en las manos.

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Las llonganisses y sus sombras colgadas para secar, como el contraste entre la vida y la muerte. / Foto: Pep Antoni Roig

Mientras limpiamos todas las herramientas, los cuchillos y las armas con las cuales se ha llevado a cabo la jornada, disparo la octogésimatercera fotografía del día y Pere, cansado pero todavía con bastante energía para tomarme el pelo, me dice que hacemos un pacto: si me llevo un Pullitzer, dice que con el dinero el próximo año me toca a mí regalarle un cerdo. Le muestro la última captura que he hecho, con las longanizas colgadas en el techo y descansando como teclas de un piano mudo, pero también la primera de todas, donde sale Toni cogiendo el marrano pocos segundos antes de que lo matara. Que lo muriera, me corrige Pere, ya que matar el cerdo no es matar. No te falta razón, le digo, sobre todo si tenemos en cuenta que matar un cerdo, durante siglos, fue más sinónimo de subsistir durante el invierno que no de asesinar ninguna bestia. Lo que no le digo es que tendré serios problemas para escribir un reportaje donde sea capaz de argumentar que lo que he vivido hoy es un acto cultural, pero no problemas por si alguien me critica o me deja de criticar, sino para expresar en menos de dos mil palabras toda la retahíla de sensaciones que he experimentado en todas estas horas. Seguramente no sea capaz, pienso por dentro, pero como mínimo publicar el artículo en un periódico digital permite un consuelo: por peor que sea el texto, seguro que no acaba hecho un ovillo dentro del culo de un cerdo.