La Organización Mundial de la Salud recomienda no consumir más de 25 gramos de azúcar añadido al día o, lo que es lo mismo, unas seis cucharillas de café. Una cantidad que puede parecer aceptable y fácil de asumir, pero que se duplica (o triplica) en la inmensa mayoría de países desarrollados. Eso ocurre no solo porque cada día seamos más golosos y necesitemos una mayor cantidad de azúcar para asimilar el sabor dulce, sino porque la industria alimentaria no siempre es del todo clara al abordar este tema. La primera técnica que utilizan muchas empresas para que no seamos conscientes de la cantidad de azúcar que consumimos es ocultarlo bajo otros nombres: sacarosa, fructosa, glucosa, dextrosa, jarabe, dextrina, diastasa, galactosa, isomaltrosa, manitol, sorbitol, sucrosa, xilitol o zilosa son algunos de los que podemos encontrar en cualquier etiqueta de un producto que compramos en el supermercado. Nombres, en su mayoría, que suenan muy diferentes del de "azúcar" y que, por lo tanto, son complicados de relacionarlos con él. Xilitol, por ejemplo, puede sonarnos tanto a edulcorante como a conservante. Por eso es difícil reconocerlo. En otras ocasiones se esconde bajo nombres que pueden confundir y ser relacionados con ingredientes "saludables", consiguiendo así un efecto todavía más peligroso. En este equipo encontramos a algunos viejos conocidos como el néctar, el concentrado de jugo de frutas, la cebada de malta, el caramelo, los jarabes o el almíbar. Y otros que se han llegado a vender como edulcorantes naturales y que la publicidad nos ha presentado como mucho más sanos que el azúcar blanco. Hablamos de la melaza, la panela o la miel.
¿Son todos los azúcares peligrosos?
La respuesta es sí. Un rotundo sí. ¿Los naturales también? Sí. El hecho de que un ingrediente provenga de la naturaleza no implica que sea beneficioso. El cianuro es 100% natural y no por eso deja de ser absolutamente mortal. En general, cualquier tipo de edulcorante añadido, sea azúcar blanco, miel o lo que contenga esa bebida que hemos comprado con la etiqueta de 0% azúcar, desencadena en nuestro organismo el mismo efecto. Resumiendo, cuando nuestro cerebro detecta un sabor dulce, envía la orden de producir insulina para hacer que la glucosa entre en nuestras células y se convierta en energía. Hasta aquí todo bien. Sin embargo, si consumimos alimentos dulces constantemente, nuestro páncreas tendrá que trabajar más para producir toda esta insulina y este sobreesfuerzo puede acabar por dañarlo. Además, el elevado consumo de azúcar es uno de los mayores responsables de la obesidad y del sobrepeso. Un gran peligro, ya que agrava enfermedades como la diabetes, la hipertensión e incluso algunos tipos de cáncer. Así pues, intentar reducir el consumo de azúcar añadido no solos es necesario para mantener la línea, es, sin duda, una de las mejores inversiones en salud que podemos hacer desde edades bien tempranas.
El gran reto de la sociedad
Aunque cueste creerlo, nuestro organismo no necesita azúcar añadido para vivir. Con lo que encontramos de manera natural en los alimentos (desde las frutas a la leche) es más que suficiente para garantizar su correcto funcionamiento. Eliminar el azúcar de la dieta es todo un desafío. Por una parte, lo consumimos porque su sabor es agradable para todo el mundo e incluso es capaz de camuflar sabores de alimentos no tan atractivos. Pero, además, se trata de una sustancia altamente adictiva. Eso es debido al hecho de que los dulces nos hacen sentir bien. Nuestro cerebro recibe un chute de energía, poniéndonos de buen humor. El problema es que cada vez necesitamos más cantidad de azúcar para obtener este momento de placer, de aquí viene que sea tan complicado renunciar a consumirlo. Suprimir, o al menos reducir sustancialmente el azúcar de nuestra dieta es difícil, pero, como en todas las guerras, conocer al enemigo es el primer paso para vencerlo.