Tengo que confesar que, hasta que nos hicimos un poco mayores, eso de las paneras era un mundo desconocido, un continente inexplorado. Cuando menos para el 50% de los firmantes de esta pieza, que no había recibido nunca ninguno. Había visto desfilar, sí, y en la pastelería familiar hacían: puedes de barquillos hechos en casa (y el hartón de cargar los neulers que se había hecho Albert), turrones provistos (dicen que el padre Villaró hacía los mejores turrones de crema quemadura de este sector de la Vía Láctea) y alguna botella de Segura Viudas. En los cómics que devoraba —el Tío Vivo, el Pulgarcito o el DDT- el inmortal personaje del Carpanta también las veía pasar de largo, salivando de envidia: por lo tanto, en el inconsciente las asociaba a las penurias de la posguerra, como aquella tradición de los estrenos (aquella propina navideña que se daba al señor Escudé, el cartero, o al señor Ruiz, el sereno).

Pero nos hacemos mayoresy, por aquellas cosas que tiene la vida, desde hace unos años que hemos empezado a recibir paneras, como aquel que recoge calabazas después de haberlas sembrado y regado con amor y delicadeza. No esconderemos que recibir una hace ilusión especial, sobre todo porque hemos crecido pensando que no teníamos derecho, que los Dioses las enviaban siempre a los otros, o que eran beneficiarios los trabajadores o colaboradores de empresas serias y prósperas o de administraciones pródigas en tiempo de vacas grasas.

Así, en las puertas de Navidad, y cuando todavía no se ha acabado el plazo reglamentario ya han entrado cuatro, en casa. ¡Cuatro paneras! Nos gustaría que en todos los hogares del país la fortuna paneril haya sido igual de generosa, pero mucho tememos que pasa como aquello de las estadísticas y los pollos, que a la hora de la verdad resulta que no hay bastantes pechos para todo el mundo. Pero nos gusta compartirlo y, por qué no, aprovechar para hacer una pequeña reflexión sobre la estructura y contenido de esta versión contemporánea del cuerno de Amaltea —o la cornucopia.

El jamón de la panera de Navidad / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer
El jamón de la panera de Navidad / Foto: A. V. y M. F.

De entrada, hay un equilibrio entre globalidad y particularidad. Por ejemplo, los turrones suelen ser industriales. De buena calidad, pero de productores grandes: nada que ver con las cuatro cajas de turrones de crema que elaboraba el mítico Villaró sénior. Los barquillos, igual. Como las catanias, mermeladas, y polvorones (¿alguien ha conseguido nunca comerse un polvorón entero?). En los vinos y licores hay más diversidad, pero poco riesgo. Rioja, Costers del Segre domesticados. Y champán, sí, champán: una botella de Veuve Clicquot. En los güisquis, poca imaginación: un Chivas Regalo. Pero cada vez se impone más la cuota local. Han caído del cielo embutidos de casa Jordi, los fenomenales surtidos (secallones, donges, butifarra, morcilla y etcétera) que hace en Ransol, en la parroquia andorrana de Canillo, el de Estamariu Jordi Planes. Un queso de la Abadesa —el Fragua-, con una navaja de casa Pallarés y una madera de cortar hecha por Pep Rafanell.

En las paneras hay un equilibrio entre globalidad y particularidad: los turrones, barquillos, catanias, mermeladas y polvorones son industriales; en los vinos y licores hay más diversidad, pero poco riesgo.

¿Y la traca final? Los jamones, que son el destacado de las paneras. Bien, son albañiles, para ser más precisos. En nuestra casa, los jamones son siempre de las patas de atrás. Antes, cuando había matanza, las patas de delante se destinaban a las honorables longanizas y fuets, pero nunca se convertían en jamones. Ahora se tiene que aprovechar a pesar del mercado de Navidad, y se nos han caído del cielo dos paletas ibéricas. Ey, que son una cosa seria. A menudo pensamos en los romanos del siglo IV, que consideraban los jamones cerdans como una delicatessen, según consta en el Edictum de pretiis del emperador Dioclecià, del 303, una relación de precios máximos por controlar la inflación, donde aparecen las «Pernae optimae sive petasonis Menapicae velo Cerritanae». Es decir: jamones y paletas óptimas de Menàpia (región celta donde hoy está Flandes) y de la Cerdanya. Durante la edad moderna, jamones andorranos viajaban a las cortes de Versalles y de Madrid para ablandar voluntades de austríacos y de Borbones.

Panera de Navidad / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer
Panera de Navidad / Foto: A. V. y M. F.

No sabemos qué ha pasado ahora para que a Guijuelo y Jabugo nos hayan pasado por delante. No decimos la mano por la cara, porque aquí hay jamones dignísimos, pero hemos perdido la pole position. Pero esta es otra historia. Y, de corolario, lo que nos hace más ilusión de todo: la panera de alcachofas de nuestro cuñado, Pere Martín, campesino del Parc Agrari del Llobregat. Hechas a la brasa, con un trozo de pernill, una copita de la viuda Clicquot y, después, un dedito de casa Chivas (es lo que hay) y tenemos el cielo a tocar.