Ayer, lunes 10 de junio, fue un día desabrido y fresco en Josa. Caía una llovizna primaveral, y había muchas bromas agarradas en el Cadinell, la cima que domina el paisaje del valle. El día del ágape. Los antiguos cristianos, sí, aquellos que se escondían en las catacombas y eran devorados por las fieras en el Coliseum por la mala sombra del emperador Diocleciano, utilizaban esta la palabra —un antiguo término griego (ἀγάπη)- para designar las comidas de la colectividad de los creyentes, que estaban empapados de amor fraterno. Como un costillar, vaya, pero protegida por|para un barniz de espiritualidad. Y eso pasó en Josa, uno de los pueblos más bonitos del mundo, en la solana del Cadí, cuna de los belicosos señores de Josa, cátaros confesos, y también de la bisabuela del Villaró, la trementinaria Maria Puig Pallerola, de casa Farràs.

Pues sí, ayer hicimos un ágape en Josa. Rebobinamos un poco para tener el contexto necesario. Montse Ferrer es una lianta profesional. Si no fuera porque la Nokia ya tiene el eslogan registrado y más que amortizado, diríamos que es una connecting people de manual. Hace unos meses, consiguió que se encontraran en la borda del Camader de Estamariu Diego Alías y Martí Gozalbo, chef y jefe de cocina (respectivamente) del mítico Ca l'Amador de Josa, con el no menos mítico cocinero Mariano Gonzalbo, de Lo Paller del Coc de Surp. Alías y Gonzalbo no se conocían (Gozalbo y Gonzalbo sí) y se encontraron en la amable montaña del Urgellet, a mediados de camino entre el valle de Àssua y la de Lavansa. De este encuentro, con una comida que recordaremos toda la vida, surgió la chispa que ha cuajado este lunes en Josa: una comida hecha a medias entre los genios de Josa y de Surp. Esta fue la excepcionalidad de la cosa: una convocatoria entre amigos, en torno a una gran mesa, una manifestación de transversalidad pirenaica.

Un encuentro único e irrepetible / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

No haré el espóiler de qué comimos —brutal, todo— y lo que bebimos, exquisito. Alguien dijo que la comida fue una epifanía, según la definición, «una experiencia de una percepción repentina y sorprendente». De eso se cuidará a sin duda el amigo y colega Víctor Antich aquí mismo, no sabemos si mañana o la semana entrante. Entre bomberos está la ley no escrita, que no tenemos que pisarnos la manguera y nadie mejor que él para hacer la crónica detallada, con pelos y señales.

En el fondo, fue un acto de afirmación del país de la montaña. Es difícil ir de Surp en Josa. Tienes que bajar hasta Rialp, pasar por Sort, subirte por el lado por la N-260 —nuestra particular ruta 66—, bajar hacia el valle del Segre, subir hasta la Seu, atravesar el Segre por la Palanca, subir por la carretera del Ges hasta la Trava, llegar al cuello de Bancs, la puerta del valle de Lavansa, después tirar hacia la izquierda hacia Fórnols y Cornellana, bajar hasta Tuixén y remontar seis kilómetros de valle hasta Josa.

Los protagonistas / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

Pero eso no fue ningún obstáculo. Nos encontramos pallareses, alturgellencs, andorranos, cerdans —el entusiasta Pere Pujol del Molí de Ger, quesero, responsable autor de uno de los grandes quesos azules del planeta—, gente de Solsona, de Bages, en un acto sin discursos ni ceremonias, porque no hacían falta ni consignas ni declaraciones vacías de contenido. La tierra necesita gente, pero sobre todo necesita amor y protección del talento. Solo de estar ya había bastante: confianza en la gente, en el país, en el producto y en los productores. No es ninguna coincidencia, en Surp —veintitrés habitantes— está la quesería casa Mateu, y en Josa —siete habitantes— la del Serrat Gros, la que abrió el camino hace muchos años a Ossera, con Eulàlia Torra, y que ahora llevan Mercè Lagrava y Raül Alcaraz. Entre Surp y Josa, entre queso y queso, entre montañas y montañas, un país lleno de posibilidades y de emprendedores que tocan de pies en el suelo, a la espera de la apoteosis —tercer término griego en un artículo, ya el último porque eso, amigos, se va acabando. Cerramos la comida en el fresco, cafés, gin-tonics y algunos cohíbas encendidos, como los calumas con que los indios americanos fumaban la paz. Un brindis final, lo que siempre queda bien porque es una gran verdad y todo el mundo, en un momento u otro de la existencia, ve reflejado: A la salud de los tiradores que lo yerran. Todo —esperémoslo— irá bien.