Siempre que cruzo el antiguo paso fronterizo de La Jonquera, justo cuando la AP-7 pasa a llamarse A-9, noto dos vibraciones. La primera es en el bolsillo, cuando un SMS en el móvil me informa de que acabo de entrar en otro estado. La segunda es más profunda, quién sabe si en el alma, cuando pasado El Pertús veo la cumbre del Canigó sacando la cabeza a mano izquierda y me vienen a la memoria aquellos versos de Jacint Verdaguer donde dice que "Lo Canigó és una magnòlia immensa / que en un rebrot del Pirineu se bada". Aunque mi bisabuelo era de El Capcir y que de pequeño hice varias visitas a mis familiares norcatalanes, no fue hasta la lectura de Canigó, casi con veinte años, cuando comprendí que Catalunya estaba mutilada desde 1669 y que la frontera entre España y Francia no era más que una línea administrativa, ya que, sin el latido del Canigó, los de la Catalunya Sud tampoco seríamos quienes somos. El problema, sin embargo, es que esta frontera invisible pero desgraciadamente existente sí que repercute en una cosa tan maravillosa como el vino, tal como pude comprobar el lunes pasado en la 1.ª Muestra de Vinos de la Costa Vermella, en Banyuls de la Marenda.
AOP Collioure y AOP Banyuls: vinos desconocidos a 15 minutos del Principat
Mi relación con los vinos de la Catalunya Nord nace de un hechizo casi enamoradizo, sobre todo gracias al Cap Béar Rosé de la bodega Les Clos des Paulilles, un rosado que me robó el corazón hace años después de probarlo medio de casualidad en la bodega mismo, una finca con viñas que caen al mar a medio camino entre Portvendres y Banyuls. El culpable de que yo el lunes fuera el único periodista de la Catalunya Sud acreditado en la feria también había llegado a la Catalunya Nord gracias a un amor a primera vista. En su caso, con la lengua catalana, como él mismo me confesó. Se llama Igor, es ruso, trabajó en París durante un montón de años en el sector bancario y un día bajó por turismo al sur de Francia, descubrió el Rosselló, percibió una lengua diferente del francés y decidió quedarse, seguramente después de sentir también una vibración. Aprendió catalán, claro está, por eso un día, hace semanas, me envió un correo electrónico escrito perfectamente en catalán. Con unos pronombres débiles que harían llorar de emoción a Pompeu Fabra, me invitaba a la Muestra de Vinos de las AOP Collioure y AOP Banyuls, organizada por Les Vignerons sur Mer, que vendría a ser una manera poética de llamar a los elaboradores de la zona "viticultores artesanales sobre el mar".
Es difícil, sinceramente, no enamorarse vitivinícolamente de la zona. Laderas empinadas que parecen precipitarse al vacío, viñas centenarias en bancales por donde no puede pasar el tractor y hazas de piedra seca que miran al Mediterráneo, como si el mar fuera el escenario de un gran anfiteatro hecho de cepas de garnacha blanca, garnacha gris, syrah y cariñena. "Aquí lo trabajamos todo a mano, como hace ochenta años", me dijo Josep Carreras, de la bodega Coume del Mas, cuando le pregunté cómo es el oficio en un territorio tan increíblemente bonito, sin embargo, a la vez, tan jodidamente difícil. Llevaba una sudadera en la que decía "Tramuntana Republik" y hablaba un catalán nada afrancesado, pero lo que más me cautivó de la conversación fue hablar del Quadratur 2018, un vino tinto de garnacha negra, mourvèdre y cariñena con doce meses de crianza en botas y de los cuales me habría bebido una botella entera. "Antes se encontraban nuestros vinos en la VilaViniteca, en Barcelona, pero ahora ya ni eso", me dijo con un tono triste cuando le pregunté dónde narices podía encontrarlo cerca de mi casa.
Tres cuartos de lo mismo me comentó Jean-François Deu, un vigneron que el año 1997 optó por la agricultura ecológica. "Somos una bodega pequeña, en Domaine du Traginer solo tenemos 8 ha de viñas, pero todo lo hacemos de forma biodinámica, sin pesticidas y con el espíritu de los tiempos pasados". El nombre de la bodega, que cuenta con el certificado Demeter, no es casualidad: trabaja con una mula que trajina terraza arriba y terraza abajo, trabajando en aquellas viñas a las que hace la poda en verde con el pasto de ovejas y cabras. "El trabajo pide más tiempo haciéndolo así, pero le résultat en vaut la peine". De su Collioure Blanc, con mezcla de garnacha blanca, garnacha gris y vermentino, hice una cata vertical improvisada: cinco añadas, de la 2016 a la 2021, una tras otra, sintiendo en cada una las particularidades concretas de cada vino, elaborado sin filtrar y con fermentación espontánea con las levaduras indígenas. Mientras degustaba cada copa de aquel blanco nada afrutado, singular y salino, temí que el auténtico indígena de la feria fuera yo, el pesado que se presentaba a cada viñero preguntando "¿Hablas catalán?" y que a cada negativa respondía en un francés macarrónico que debió sonar a "yo rostro pálido venir de Barcelona escribir en periódico digital importante catalán".
Medio hermanos, medio contrincantes
Hasta hace cincuenta años, todos los vinos del terroir que va de Cervera a Argelers eran 'vino de Banyuls', pero el año 1971 se crearon las AOP Banyuls y AOP Collioure: la primera, como certificado oficial para los vinos dulces de la zona; la segunda, para englobar los vinos secos. Hoy, casi cincuenta bodegas entre viticultores independientes y cooperativas producen unos 40.000 hl de vino al año, con una producción ligeramente más alta de los vinos secos que los dulces. Los vinos de la AOC Collioure en concreto reflejan una variedad plural, con una producción ligeramente más alta de los negros sobre los blancos y, curiosamente, una fama más que merecida con los rosados, que suponen solo el 20% de la producción. Los hay que son una golosina líquida, como el Collioure Rosé de mon père del Domaine Piétri Geraud, con una potencia aromática de fresas y frambuesas importante, pero también hay otros como el Empreintes de Clos Saint Sebastien, con garnacha negra y syrah, que es uno de aquellos rosés monumentales y que juega en la liga de los rosados que nunca nadie se atreve a jugar, ya que más que un vino para hacer el aperitivo en una terraza, es un vino para una cena en el palacio de Versalles, seguramente por eso vale más de 90€.
Toda esta explicación detallada y wiquipédica sobre los vinos de Cotlliure y Banyuls tuve que contrastarla con los pocos elaboradores de la feria que hablaban catalán, ya que la masterclass Les 20 ans du Collioure blanc, a cargo de los vignerons más veteranos de la apelación de origen protegida, fue cien por cien en francés y yo lo pasé casi tan mal como cuando hacía listenings de inglés en el instituto. Igual que entonces, pillé la mitad de la información mientras la garnacha gris del In Fine de la bodega Abbé Rous me hacía volar de felicidad. No paraba de preguntarme cómo puede ser que a veinte minutos de Figueres hagan vinos tan buenos sin que los catalanes del sur tengamos la más remota idea, por eso levanté la mano, avisé que je ne parle pas français y pregunté, en catalán, cómo es que en Catalunya los vinos de Cotlliure y Banyuls son tan difíciles de encontrar. Uno de los señores que hablaba, con un simpático bigote y cara de hacer unas fondues para lamerse los dedos, me respondió excusándose por no hablar catalán y diciéndome una frase que me dejó pensativo: "Nous sommes frères, mais adversaires". Somos hermanos, pero a la vez contrincantes, ya que los vinos del Rosselló viven en el ecosistema comercial francés y no pueden competir, especialmente por precio, con los vinos de la comarca del lado como el Empordà, que viven en el ecosistema comercial español.
Cuando el vino dulce permite entenderse sin palabras
No es que los vinos de la AOP Collioure y la AOP Banyuls sean caros, es que hacerlos es una heroicidad con gran valor. Lógicamente, pues, los vinos de calidad no son especialmente económicos, ya que los productos de gama media oscilan entre los 20€ y los 40€, cuando en Catalunya estamos acostumbrados a que ronden los 15€ o como mucho 25€. Durante la degustación de quesos con vinos dulces donde habría querido quedarme a vivir dentro de una copa de L'Etoile Banyuls Grand Cru Cuvée Reservée, de 1993, Guillaume Augé de la cooperativa de Banyuls me preguntó, en catalán, cuánta gente en Catalunya está dispuesta a pagar 45€ por un vino dulce con crianza. Poca, pensé, mientras él me matizaba que es difícil calar en el mercado español cuando en Catalunya mismo, sin ir más lejos, se hacen unos vinazos de garnacha blanca en la Terra Alta que son igual o más buenos que los de Cotlliure pero cuestan casi la mitad.
Después de hablar con él, me despedí de Igor, cogí el coche aparcado en medio de muchos coches llenos de adhesivos con el burro catalán, la bandera y el escudo de la USAP, fui a tomar un café en Cotlliure, me fumé un cigarro delante del mar mientras escribía 'PUTO TRATADO DE LOS PIRINEOS' con un palo sobre la arena, cogí el camino de vuelta a casa, me acerqué de nuevo a La Jonquera y pensé en el 6% de roselloneses que afirman tener el catalán como lengua de uso habitual, aunque el 61% de la población declara entenderlo. Igual que a la ida, volví a sentir una vibración al ver el Canigó de fondo, ahora a mano derecha, pero esta vez era la vibración después de haber vibrado todo el día descubriendo vinazos que no conocía y con los que había explorado una nueva parte de mi país, incluso sin demasiadas palabras, por eso pensé que no todo está perdido, que somos más hermanos que contrincantes y que Verdaguer volvía a tener razón: incluso después de beber vino, es fácil percibir que al Canigó no el tiraran a terra, no esbrancaran l'altívol Pirineu.