El sitio, naturalmente, es secreto. Los que lo tienen que saber, ya lo saben. No se llega en coche y no lo revelaremos a nadie, ni bajo suplicio. Es una rinconada no muy extensa. A priori, dirías que no se hacen, porque es fama que lo que la murga quiere son suelos removidos, que hayan sido castigados. Lugares donde han arrastrado madera, por ejemplo, o de los que se recuperan de un incendio. No es el caso, pero cada año se hacen. Pocas o muchas, eso ya solo depende de la lluvia que haya caído y de la temperatura. Las dos variables tienen que ir muy bien coordinadas, y últimamente eso no pasa a menudo.

Buscar setas es una actividad zen

El caso es que hay que ir con ilusión, pero sin esperanzas. Eso es primordial. Solo con esta precisa aproximación mental siempre saldrás con éxito. De lo contrario, la frustración y el enfado están garantizados, y los efectos benéficos de la oxigenación y el contacto con la naturaleza quedarían anulados. Buscar setas es una actividad zen. La búsqueda es una finalidad en ella misma. Como la respiración circular que hacen los músicos de digeridoo, todo empieza y acaba aquí. Los problemas del mundo desaparecen, o quedan en un segundo plano, difuminados, casi desvanecidos. Ya los reencontraremos más tarde, si de caso. Ahora, todos los sentidos tienen que ir orientados hacia la murga.

En busca de las murgas / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

De entrada, hay que decir que es una seta que cuesta ver. Se camufla, se esconde. Solo los ejemplares un poco más maduros, con el pie estirado, destacan más. Y no es porque no sean vistosas, no. Tienen un sombrero entre naranja y marrón, alveolado, precioso, que recuerda el de los marcianos de Mars Attacks, o una esponja como las de antes. Pero de entrada no se ven. Es como, si al notar que se acerca un posible predador, se acurrucaran y aguantaran la respiración, conscientes de que puedes pasar por su lado y no los verás.

Vas rodando y rodando, contemplando el suelo, la hojarasca, la hierba, las mariquitas y las arañas y los escarabajos que pululan por todas partes, contentos con que se haya acabado —ahora sí—, el invierno. Hay verónicas, salvia de prado y ha florecido el lino azul y la hierba de ajo, que es comestible pero invasiva. Pero de murgas, ni una. Han discurrido los veintiún días preceptivos desde la lluvia —que fue nieve, en este caso— y, por lo tanto, la sabiduría popular asegura que ya tendría que haber. Y tanto, que están. Solo hay que encontrar la primera.

Tienen un sombrero entre naranja y marrón / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

Está allí, protegida por una peña, un poco expuesta, provocativa. Nos está diciendo: «va, cogedme, que me dejo». Entonces es como si se abriera el tercer ojo, aquel que tienen los lamas del Tíbet para ver lo que no se ve. A partir de la primera, sale la segunda, allí al lado, y la tercera, un poco más allá. Se nos ha activado un sistema de reconocimiento infalible. Ya no se ve nada más que las cabecitas inocentes de toda cuanto murga ha tenido a bien crecer allí. Al cabo de media hora, con el fondo de la cesta llena, ya es suficiente. Si la del secreto es la primera ley de la termodinámica buscadora de setas, la segunda es no ser avariciosos y coger solo los que te comerás en un plazo de tiempo razonable.

Aquellas cestas con kilos y kilos de setas son el síntoma del capitalismo salvaje

Aquellas cestas con veinticinco kilos de níscalos que son depositados en la maleta del coche para coger otro de vacío y volver a penetrar en el bosque, son el síntoma del capitalismo salvaje, de ética protestante, aplicado a un mundo que tendría que ser paleolítico, de cazadores-recolectores, respetuosos con los frutos de la naturaleza, que siempre te proporciona lo que necesitas si la tratas con consideración.

Buscar setas es una actividad zen / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

Y sí, es cierto: las murgas —las que responden al nombre de Morchella esculenta- pueden ser tóxicas. No tan como las setas de grasa —que también se dicen, de murgas (pero es la Gyromitra esculenta), que son más globulosos e irregulares, y que —por ejemplo— en el mercado de la Seu no se pueden vender si no quieres que vengan los Mossos o los forestales y te priven. Somos conscientes. Por eso dicen las madrinas que se tienen que cocer primero y tirar el agua de la cocción. Y no abusar, en ningún caso. Secarlas, mejor. Pero ser conscientes, en todo momento, que no hay rosa sin espinas y que, como decía el gran Rafeques, «no se puede matar todo lo que es graso». Qué gran verdad, de las universales.