Ahora que hemos superado —esperamos que con buena nota— la Semana del Colesterol, con aquel festival de calderadas y escudellas colectivas, tostadas comunitarias de hermandad de alioli de membrillo y de otras calóricas delicadezas, quizás es un buen momento para hacer un alto en el camino y pensar sobre cuáles están las cosas realmente importantes de la vida. De dónde venimos, por donde pasamos, hacia donde vamos. Las preguntas de siempre, vaya, las que han hecho ir de capa caída en los filósofos naturales. Los días se alargan, pero el invierno todavía muerde con ganas.
En montaña, y a campesino en general, este era el tiempo de las matanzas del cerdo, un periodo que se iniciaba en el mes de diciembre y que puede alargarse hasta la entrada de febrero, cuando más frío hace. Ahora nos hemos vuelto todos unos tiquismiquis y unos hiperburócratas, pero suerte tuvieron los antepasados de la antigua sabiduría que era capaz de transformar un cerdo de doscientos cuarenta kilos en doscientos veinte kilos de materia comestible. Para los que no hayan estado nunca en una matanza de las de verdad, ni el periodismo ni tampoco la literatura puede llegar a explicar con garantías de verosimilitud y sensibilidad nada de lo que pasa sin caer en la caricatura y en el reportaje sudado de revista de viajes.
La matanza era una ceremonia tribal donde todo el mundo tenía su función asignada, una mezcla perfecta entre fiesta y trabajo, un mecanismo perfectamente engrasado de cohesión social y transmisión de conocimientos, en una cadena infinita, donde se combinaban prácticas ancestrales y la necesaria innovación: si antes los pelos del animal se quemaban con aliagas, después se hizo con un soplete de butano; las máquinas manuales de trinchar dejaron paso a los picaderos con corriente trifásica. Leyes no escritas, pero respetadas, residuos de un tiempo antiguo que se resiste a desaparecer del todo.
Por suerte, todavía tenemos valientes artesanos alimentarios que son capaces de recuperar este viejo espíritu de los charcuteros de pueblo para adaptarlo a los tiempos modernos. Charcuteros expertos, que recogen la tradición y nos la presentan de la mejor manera posible. En todas partes encontraremos, defendiendo la posición con la satisfacción de quien se sabe heredero legítimo de un ejército de sombras. Como se podría hacer una serie, para nuestro propósito de ahora quizás solo hará falta que nos fijemos en uno de ellos: Jordi Planes, que tiene el taller en Ransol, encima del Tarter, en la parroquia andorrana de Canillo —primera en el orden protocolario. Ransol, a 1700 metros de altura, es uno de los sitios habitados más altos del Pirineo, y a fe de Dios que eso se nota a la hora de cuidar y secar los embutidos. Jordi ha sido capaz de reinventar la tradición para ofrecernos unos productos de primera división. Ahora quizás no es el momento de entrar en la guerra interminable sobre las denominaciones taxonómicas de los embutidos, que solo interesan a los dialectólogos y a los agentes provocadores.
Por suerte, todavía tenemos valientes artesanos alimentarios que son capaces de recuperar este viejo espíritu de los charcuteros de pueblo para adaptarlo a los tiempos modernos. Charcuteros expertos, que recogen la tradición y nos la presentan de la mejor manera posible
Jordi —«artesano de montaña», como le gusta que se le conozca— se ha especializado en viejos embutidos andorranos, como la famosísima donja y la bringuera, que son difíciles de encontrar. Sin ningún otro aditivo ni conservante que no sea la sal y la pimienta (antes no había nada más, ni falta que hacía), los embutidos de Cal Jordi siguen, punto por punto, la ley de la tradición. Siempre dice —y es una expresión brillante— que es pionero en el uso de la IA en el gremio de la charcutería: la Identidad Artesanal.
Con una producción controlada, sin querer gastar más de lo que se tiene, Jordi está presente en todo tipo de acontecimientos donde comer bien es necesario. Con su carro de las maravillas, participa en recepciones, inauguraciones, bodas, fiestas diversas, perfectamente consciente de que allí donde va, triunfa. Imposible quedarse con hambre e imposible también no encontrar en todas y cada una de las elaboraciones del artesano Planas un eco de las formas de hacer de toda la vida. No hay que inventar nada, porque lo que ya ha sido inventado y funciona admirablemente solo pide respeto y cariño. Y de eso, en el obrador de Ransol hay de sobra.