La última vez que saqué el tema, mi señora, con quien estoy felizmente casado tres veces (y que me cuelguen si miento), me dijo: o a Barcelona o el divorcio. Después de haber vivido con ella en Sudamérica, donde las grandes distancias te obligan a recorrer constantemente kilómetros y kilómetros en coche y los desplazamientos dentro de las ciudades se hacen igualmente eternos, la idea de vivir a una horita de Barcelona, pongamos en algún pueblecito alrededor de Montserrat, me parecía alcanzable. Sin embargo, con el ultimátum finalmente he entendido que estoy condenado a vivir junto al asfalto; en el mejor de los casos, junto a las 'malas hierbas' que proliferan todavía no sé cómo en los alcorques de la ciudad condal, espoleadas por el nitrógeno de los perros y las nitrosaminas de las colillas del tabaco. Hasta ahora, cada vez que le había propuesto largarnos de la ciudad, la cosa no había acabado bien. Con un catalán macarrónico, mi tres veces mujer (y que conste que el patriarcado no va conmigo) se reía de "fotre el cap al camp". Quiero decir, que según ella, cuando te largas al campo, el campo te larga a ti. "Pueblo chico, infierno grande", me repetía una vez y otra con su castellano de los Andes. Y añadía: "¿Tú te crees que en un pueblo la gente se saluda por la calle? La gente en los pueblos vive peleada. Y no hay nada peor que cruzarte cuatro veces al día a tus enemigos". Ostras tú, qué carácter. ¿Y si tiene razón? En las ciudades hay tanta gente que enfadarse con todo el mundo sería imposible. Y por la misma regla de tres, ¿y si el hecho de que nadie te salude por la calle es realmente una tranquilidad? "¿Pero qué hay en el campo que te haga tanta ilusión?" ¿El aire puro? ¿La posibilidad de plantar cuatro tomates? ¿Liebres y jabalíes en lugar de ratas y cucarachas? Reconozco que me ha costado un tiempo alcanzar con precisión mi respuesta. Pero aquí va: ni más ni menos que la posibilidad de beber vino delante de la chimenea. Quiero decir, cada noche de invierno antes de arrastrarse hasta el sobre.
Todas las cosas que me gustan de esta vida me gustan más cerca del fuego
Como cualquier hijo e hija de Catalunya, mi relación con el fuego tiene su germen en las verbenas de San Juan. Hasta que no cumplí seis o siete años la calle de casa no estaba asfaltada y, dado que todavía no existía la recogida selectiva, San Juan se convertía en una oportunidad de oro para calcinar la multitud de cajas de madera que a lo largo del año habíamos acumulado. Sin embargo, si hay un momento donde me enamoro profundamente de las llamas, este es cuando subía a Fabert, una aldea de Molló, en el Ripollès, a casa de un amigo del colegio. El habitáculo era muy antiguo, ni siquiera restaurado, como habitado ininterrumpidamente desde muchos siglos atrás. En el piso de arriba tenía la típica habitación de las literas, con 6 colchones donde entraban quince personas si hacía falta. Y, abajo, aparte de una pica de mármol, una cocinita de gas, un banco labrado con madera y una estufa de hierro colado, donde, por cierto, dejábamos las pieles de mandarina con el fin de perfumar toda la casa, había una inmensa chimenea con una campana abarrotada de parrillas y una losa descomunal como base. Pues bien, en este rincón de mundo y de la casa, las noches adquirían una perspectiva fractal. Las historias se mezclaban con la escalivada recién hecha y el humo con el alma humana. Recuerdo muy especialmente el utensilio de forja diseñado especialmente para tostar la rebanada de pan de pueblo, el llamado tostador, que en algún modelo giraba sobre sí mismo y permitía oscurecer el pan sin tener que cambiarlo de lado manualmente. Cualquiera que haya vagado como yo delante de una chimenea como esta, donde las sillas y los taburetes quedan literalmente cobijados por la campana, sabe de qué Catalunya hablo: de la campesina, la auténtica, la que en palabras de Perejaume lleva cien años desapareciendo.
Todo toma más sentido ante una llama que quema en el suelo, descubierta, cuerpo a cuerpo, como si fuera un individuo más en la habitación
Todas las cosas que me gustan de esta vida me gustan más cerca del fuego: una tostada con alioli y un vaso de vino tinto; las suites Bach o unas páginas de W.G. Sebald; el afecto de mi tres veces mujer o montar legos con los críos. Todo toma más sentido ante una llama que quema en el suelo, descubierta, cuerpo a cuerpo, como si fuera un individuo más en la habitación (y que conste que ahora no hablo de un fuego encerrado dentro de una caja metálica o de ladrillos, sino de una hoguera, por pequeña que sea, chisporroteando y ahumando la pared de detrás). Es cierto que estas chimeneas están llenas de peligros, especialmente cuando uno se queda medio dormido y la llama todavía tiene combustible. Sin embargo, ¿acaso la gestión del riesgo no le da sentido a la vida? ¿Acaso beber vino o comer embutido no mata? ¿Acaso no vale la pena luchar por aquello que verdaderamente queremos, aunque nos podamos quemar? Recuerdo especialmente un día que fuera nevaba y en casa de mi amigo se había ido la luz. Sus padres bebían vino debajo de la manta y nosotros acercábamos los pies desnudos a las brasas, que se nos habían medio helado durante el día. En Barcelona, es cierto, también podría encender el horno y acercar algunas sillas a su alrededor. O incluso encender la televisión y buscar alguna de estas series como Chimenea en tu hogar, de Netflix, donde de manera quimérica aparece una chimenea grabada en la pantalla. Sin embargo, también podría largarme, al campo, y esperar a que mi esposa me eche de menos. Y, cuando lo haga, aprovechar para casarme con ella una cuarta vez. Pero por ahora, la única cosa cierta es que el frío ha llegado y las ciudades seguirán oliendo a humo (y no precisamente de leña de encina).