A veces las historias se escriben solas. Fíjate que tomando una cerveza a media tarde con Sisco, nos saluda un amigo en común y nos propone ir a desayunar al día siguiente a Alinyà, donde Cristo perdió la sandalia. Y como es la segunda vez que oigo hablar de Cal Celso en pocos días y ya estoy intrigado, no me lo pienso dos veces y confirmo asistencia para desayunar a primera hora.
Salgo de casa al amanecer y Toni ya me espera puntualmente, da gusto levantarse tan temprano y respirar aquel aire puro y fresco de montaña mientras te acaricia la cara. Dejamos la Seu d'Urgell atrás, pasamos por Organyà, de donde sale el desvío hacia Cabó, paraíso de las trufas y donde hacen unos caracoles de mucho renombre que tendremos que probar en otra ocasión. Más adelante cogemos el camino en dirección hacia Perles. En esta época del año la montaña luce como nunca, amarillean los robles, los chopos y los fresnos. Y casi sin darnos cuenta ya hemos llegado; parece mentira, tan lejos y tan cerca.
Alinyà es un pequeño pueblo del Alt Urgell con setenta habitantes, a mil metros de altura sobre el nivel del mar, donde encontramos Cal Celso, una fonda de las de antes que actualmente dirigen Montse y Celso Grau, y que fue fundada a principios del siglo pasado por sus abuelos y hasta hace poco regentada por sus padres, donde ahora los hermanos ofrecen una cocina tradicional catalana con productos locales y de temporada garantizando así la continuidad de la tradición familiar, casi nada.
Llegados hasta aquí, subimos las escaleras hacia el restaurante. El comedor está lleno de gente del país que nos saluda efusivamente tenedor en mano y sin dejar de masticar, da gusto. Irene, vecina de Sisquer, nos saluda y nos prepara la mesa mientras nos trae un poco de vino.
El comedor conserva aquel aroma del siglo pasado con las paredes de piedra y las vigas de madera. La luz se filtra por la puerta vidriera y las ventanas iluminan el comedor, y una barra más moderna preside el espacio. Vamos a la faena y pedimos unos callos de ternera, una butifarra con alubias y un rabo de buey, que remojamos con un vino de la casa, bueno, pero que cuesta de pasar.
Como en otoño es cuando se recogen las patatas, aprovecho para comentar a Montse que de pequeño había oído que las patatas de Alinyà son las mejores del Alt Urgell, me lo confirma con una sonrisa y me dice: "Mira si son buenas que mi madre a veces todavía me ayuda a pelarlas". Me asegura que para la próxima visita ya me tendrá preparado un saco.
Después de desayunar, todos estamos de acuerdo en que los callos son los mejores que hemos probado últimamente, que la butifarra es excelente y el rabo de buey hace perder los sentidos.
Seguimos charlando, comentando que antes, en otra época, en el pueblo no había electricidad, solamente encendían la luz por la noche y en muchas ocasiones, cuando comían, los clientes no veían lo que tenían en el plato y siempre hacían broma sobre lo que estaban comiendo. También recuerda la anécdota de hace unos treinta años, cuando apareció un joven pintor americano que, tal como llegó, se enamoró del pueblo y estuvo pintando durante quince días paisajes y puestas de sol. Meses más tarde se enteraron de que estaba exponiendo sus cuadros en las mejores galerías de los EE.UU., se llamaba Vidvuds Zviedris.
En Cal Celso están orgullosos de que la historia de su restaurante sea familiar y de compartir con nosotros en este lugar mágico de los Pirineos su amor por una cocina casera y tradicional. En este punto, nos emplazamos a volver pronto para probar los callos de cordero, que hoy se les habían acabado, asimismo, también la carta de invierno, donde podremos encontrar el trinxat, la escudella barrejada, los civets de ciervo y jabalí y los guisantes negros, que son autóctonos de la zona, con aquel sabor y aquella textura que los hace especiales y diferentes.