Estoy sentado en el comedor de Can Vilaró esperando unos sesos de cordero rebozados que acabo de pedir. Mientras espero, me acerco a la barra para charlar con Sisco, para que me haga un resumen de cómo empezó todo. Me explica que sus padres, Feliciano y Conxita, cogieron el local cuando él era muy jovencito, ahora ya casi lleva sesenta años levantando la persiana, pero también disfrutando de la familia, de la clientela, del barrio y de todo. Empezó ayudando a sus padres en el comedor, aunque también se colgó el delantal en la cocina en alguna ocasión. Con los años, se han hecho cargo del negocio sus tres hijas, Anna, Alba y Aida, aunque actualmente son las dos primeras las que están al pie del cañón. A Sisco le gusta explicar que las tres pasaron por la universidad, pero que han preferido quedarse en el negocio familiar.
En Can Vilaró tienen una clientela muy fiel, habitualmente del país, que viene a disfrutar de una cocina catalana bien elaborada y sin cuentos, pero también del ambiente del local. Por suerte, el tsunami de los turistas no les ha llegado —y así, entre nosotros, se agradece.
Como quien no quiere la cosa, hablamos de la llegada del Pinotxo al mercado de Sant Antoni. Sisco considera que es una buena noticia, me explica que Jordi Asín, a quien no conocía, venía cada día a comer mientras duraron las obras del nuevo local. Hago cachondeo con el legado del bar y parece que un nieto de doce años ya le ha dicho que quiere continuar con el bar, pero nos reímos los dos: "Es demasiado joven, aunque se le ve con la ilusión. Ahora tiene que estudiar y más adelante ya hablaremos", comenta.
Vuelvo a la mesa, no sea que se enfríen los sesos que me ha dejado Dolors, quien lleva la casa; son una delicia y se deshacen en la boca. La primera vez que los probé, ya hace unos años, quedé muy sorprendido porque la textura, sabor y aroma me devolvieron unos segundos a la infancia, cuando mi madre los cocinaba como nadie. Desgraciadamente, la casquería ha desaparecido de nuestras mesas por demasiado tiempo, pero, afortunadamente, hoy vuelve a estar bien presente en muchas cartas de bares y restaurantes. Sin embargo, todavía tenemos mucho camino por recorrer y que vuelva a las cocinas de casa como antes.
Los vecinos de la mesa de al lado —que podrían ser mis abuelos, todo sea dicho— entre gritos se están zampando un trinxat con tocino y arenque, un capipota y unos riñones al jerez, con un par de botellas de vino, no os creáis. En frente, otro grupo no tan perjudicado y más risueño va comiendo esqueixades y bacalaos a la llauna mientras vacían botellas de cerveza.
En Can Vilaró no tienen menú, ni falta que hace. La larga lista de propuestas, algunas de las cuales cambian cada día, la puedes leer en la pizarra y tienen unos precios más que razonables. Así, hoy también tienen sopa de galets, escudella barrejada, arenque marinado, bacalao con cebolla, albóndigas con setas, meloso de ternera; y de postres, mel i mató, flan de huevo, crema catalana y arroz con leche.
Me despido de Sisco y Anna, que ya están preparando las mesas para las comidas, feliz y con la barriga llena pensando que tengo que traer a los amigos un día y montar la fiesta. Larga vida a Can Vilaró.