Frecuento la bodega Can Ros desde el siglo pasado, cuando al frente del negocio todavía estaban Esteve y su mujer, Lilian. Ahora son algunos de sus hijos los que tiran del carro. La historia de Can Ros empieza con Joan Ros y Maria Casas, que abren una bodega en la calle Maria, en la que vendían vino, algún destilado y poca cosa más. La pareja tuvo cuatro hijos, uno de los cuales estudió, y los otros tres continuaron el negocio. Corría el año 1971 cuando el local se les queda pequeño y los tres hermanos se trasladan a la actual bodega, en el barrio del Camp del Grassot i Gràcia Nova, conocida entonces como Cal Termes.
Posteriormente, dos de los hermanos se marchan y se queda Esteve al frente del renovado Can Ros, junto con su mujer Lilian. La pareja tuvo seis hijos, tres de los cuales son los que llevan el negocio actualmente. Así pues, Cristian y Òscar están en la barra, y Jordi y Carol, que es la mujer de Cristian, están en la cocina, formando —con el resto de los camareros y cocineros— un equipo con muy buena sintonía y, al mismo tiempo, imparable, que ofrece uno de los menús más competitivos de la ciudad y, tal vez, el mejor del distrito de Gracia, vete a saber.
Sentado en la mesa pequeña al lado de la barra y mientras espero las lentejas, observo cómo mi vecina de mesa, que no es ninguna jovencita, vacía una copa de coñac dentro de su taza de café y le endosa la copa vacía al primer camarero que pasa, mirando furtivamente que su maniobra haya pasado desapercibida para el resto de clientes, y quedándose tranquila observando las musarañas mientras se traga el aguardiente a sorbitos.
Me llega un cuenco humeante con las lentejas, que hay que decir que son de una calidad excepcional, y van acompañadas de costilla de cerdo, panceta y chorizo.
En Can Ros ofrecen el menú de mediodía de lunes a viernes. Son tres primeros y tres segundos a elegir, más pan, bebida y los postres, al precio imbatible de 16 euros. Los jueves hacen paella y los viernes, bacalao, lo que provoca que los clientes que ya lo saben formen una larga cola en la entrada del local esperando su turno. Hay que decir que pasa lo mismo los viernes cuando es época de calçots, o el día que preparan los canelones artesanos, que, en este caso, cambia según la semana.
Me llegan los huevos estrellados con virutas de jamón y patatas paja, que están para mojar pan. Cristian y Carol me comentan que para desayunar suelen cocinar el bacalao y la butifarra con alubias, la tripa de ternera y la tortilla de patatas con cebolla, pero también la de alcachofa, sobrasada, berenjena o bacalao. Tienen una larga lista de bocadillos, entre los que sobresale el Can Ros, que lleva atún en escabeche, pimiento, anchoas y aceitunas, o el más curioso, que es el bocadillo de albóndigas.
Otra cosa son los vermuts y las cenas, cuando la clientela tira de tapas, entre las que brillan con luz propia los calamares a la romana. Preparan unos treinta kilos al mes, que ofrecen únicamente los domingos, y que muchos vecinos recogen para comérselos en casa en familia o se los toman directamente en la terraza. Pero este es otro tema, porque el Ayuntamiento solo les deja tener tres mesas en la calle, ya que no cuentan con lavabo para minusválidos, pero curiosamente no les dejan hacer reformas por estar incluidos en la lista de bodegas emblemáticas, y ellos tampoco quieren hacerlas, para no perder la esencia del bar. Todo muy contradictorio.
En definitiva, Can Ros es una casa de comidas con mayúsculas que ofrece aquella cocina catalana y de cocido lento de toda la vida que tanto nos gusta en una ciudad acostumbrada, por desgracia, a otras propuestas más cosmopolitas.