Hay una bodega sin nombre en el barrio de El Raval que me gusta mucho, concretamente en la esquina de las calles Sant Gil y Sant Vicenç, muy cerca del barrio de Sant Antoni. Pues bueno, para situarnos, la bodega en cuestión la inauguró un tal Nicolau, antes del año treinta, como bodega-bar. Como es habitual en este tipo de negocios, el local cambió de propietario en varias ocasiones, hasta llegar al Sr. Rafecas, que le traspasó el local a Paco Rodríguez, padre de Carles, el propietario actual. En esa época es cuando Paco bautiza el bar con el nombre de bar Roso.
Son las cinco en punto y veo a Carles bajando por la calle de Sant Gil calmadamente. Nos saludamos mientras sube las persianas y pone un poco de orden. A continuación, empiezan a entrar clientes, saludando como si estuvieran en su casa e instalándose por las mesas del bar.
Una barra de mármol preciosa preside el espacio, bajo la atenta mirada de un toro disecado colgado de la pared. Como es obvio, el trofeo de la pared hace que muchos clientes llamen al local "Bar El Toro", aunque, mira por dónde, en el cristal de la entrada únicamente pone 'Bar'. Me viene a la cabeza que en la Cova Fumada ocurre lo mismo, tampoco tienen letrero que informe del nombre del local, ni falta que les hace.
Me siento con Carles en medio de la bodega, en las típicas mesas de mármol con sus sillas de madera. Veo un rincón dedicado al Barça, con el escudo y dibujos de los jugadores del equipo de temporadas pasadas. Un letrero te informa de "no mover las sillas, preguntar al camarero". Las fotos antiguas llenan las paredes, conservando la memoria histórica del bar, y se mezclan con las botas centenarias, los sifones de toda la vida y algún porrón medio lleno. Me comenta que, aunque todavía mantiene clientes de toda la vida, la clientela principal es gente joven que aparece al final de tarde y a la que habitualmente le cuesta marcharse del bar, lo cual no es ninguna novedad.
Mientras charlamos, Pablo —que es el camarero más veterano— no para de cortar el jamón que está encima de la barra, y de llenar unos platos que le quitan de las manos; mientras Frank —el otro camarero— va tirando cañas y apartando la espuma sobrante, una tras otra. Desgraciadamente, ya hace unos años que no se juega a la butifarra. Recuerda el bar lleno de gente jugando a las cartas y al dominó, pero con los años la gente mayor ha ido desapareciendo y con ellos las largas tardes de tapete verde, cartas Fournier, copa y un puro.
Lo que más se pide la gente para picar son las anchoas, los boquerones y la mojama. Pero aquellos que quieren llenar más el estómago, pueden hacerlo con unas tablas de embutidos y quesos del país que son más que dignos, especialmente el jamón que traen de Almería. Pero en lo que son unos verdaderos especialistas es en las tostadas, entre las que destacan la de lomo de atún con salmorejo, ajoblanco con boquerón y piparra, alcachofa braseada con pimientos y pimientos del piquillo con anchoas, entre otras.
Como es inevitable, hablamos de cómo está el barrio. Carles nació enfrente del MACBA, por lo que lo conoce muy bien. Coincidimos en que el barrio está muy mal y que la inseguridad es permanente. Irrumpe en la conversación Pablo, que manifiesta que está cansado de las peleas constantes entre drogadictos en el barrio. Hasta hace poco, incluso tenían delante del bar un narcopiso que, por suerte, clausuraron. Me espeta: Gracias a bodegas como la nuestra, entra gente normal en el barrio.