A la gente de Llobarca les gusta mucho hacer encuentros de pueblo. Son comidas o cenas, según ocurra. Hacen uno cada mes, más o menos, verano e invierno: hay una programación para que todo el mundo se lo ponga en el calendario. No hacen falta excusas para celebrar nada en especial (pero el día de los dos santos patrones sí). Sobre todo son las ganas de vivir, de hacer comunidad, de sentirse parte de un todo. Este mes de mayo ha tocado la caracolada, después de la calçotada del mes de marzo y de una salida a marina en abril para hacer una mariscada. Una caracolada de montaña, que no tiene nada que ver con los encuentros que hacen en el secano.
Primero de todo, hay que contar comensales. El grupo de WhatsApp del pueblo es el vehículo ideal. Una lista que se copia y a la que se añaden los que se van apuntando. Al final seremos unos ciento veinte, siempre hay aquellos tardíos que se apuntan a última hora. Cuarenta y cinco kilos de caracoles. Deben ser unos ocho mil, a bote pronto. El día antes, el sábado, Salvador, que es el factótum de la operación, el coordinador, el general de intendencia, mariscal de campo, los revisa, vigilando sobre todo que no haya caparazones blandos. Calcula que un 5% serán descartados durante el proceso de selección. Cuatrocientos que no pasarán el control de calidad. Eso ya lo tenemos hecho.
Al día siguiente se ha quedado a las once, para prepararlo, aunque hacia las dos o dos y media, se pueda comer. Un pelotón adelantado ha hecho un buen desayuno, porque hay que hacer un poco de fuego. Por el pueblo pulula una pareja de testigos de Jehová, que van pasando casa por casa, incluso por las que están vacías: pican en la puerta y se quedan plantados un buen rato hasta que deducen que no hay nadie. Son militantes obstinados y voluntariosos, pero no saben que su esfuerzo por hacer proselitismo será inútil y, si fuera por Llobarca, la Talaia quedará sin nuevos vigilantes. Los mormones, a pesar de su impresionante eficacia genealógica, tampoco tendrían más suerte. Y es que hoy nadie tiene la cabeza por catequesis ni por romances. La gente de Llobarca tiene creencias firmes y no son fácilmente influenciables.
Hacia al mediodía hay varios frentes abiertos. El cuerpo de ingenieros pone mesas y despliega bancos, pone manteles, cuenta platos y vasos, coloca cubiertos y servilletas. Nadie puede quedar fuera del ágape, que está abierto no solo a vecinos, sino a invitados. Un grupo de expertos se cuida de la brasa, donde se tendrá que cocer un poco de chuleta (bien, doce costillares) y carne de cordero, para los que no les gustan los caracoles. Hay una monstruosa parrilla con ruedas, con una superficie útil de tres metros cuadrados, que parece una máquina romana de asedio, como un onagro o un trabuquete. La brasa pide su tiempo, paciencia y leña de roble que no esté muerta, que es una calidad de las leñas y leños diferente de si está verde o seca. Si la leña es seca, pero está muerta, malo, porque no quema bien.
La división social del trabajo propicia que otros preparen los platos con la ensaladilla rusa. La mayonesa y el pimiento dibujan las cuatro barras de gulas sobre fondo de oro (con una anchoa solitaria al margen). Otra brigada se cuida de los postres: macedonia tuneada con fresas y, con el café, platas de coca. Mientras tanto, se hacen los caracoles. La receta es tan secreta como la fórmula de la Coca-Cola, solo para iniciados. Quizás la formulación se parece en las recetas que se dicen 'a la sibarita', pero no exactamente. Hay un sofrito, ponen tocino y jamón, especias diversas en proporciones que han sido pesadas con básculas de precisión. Un procedimiento perfectamente establecido y protocolizado que ríete tú de cómo se trabaja en los laboratorios de biología de Max Planck Gesellschaft. Hay unos arqueólogos especializados en el estudio de los caracoles que encuentran a los yacimientos prehistóricos, los arqueomalacólegos: hoy aprenderían cosas nuevas y de provecho.
Como es jornada electoral, por la plaza convertida en comedor desfila una pareja de Mossos d'Esquadra —un binomio, que dicen—, que han subido a Llobarca a controlar que el orden público no se haya perturbado, visto el famoso carácter anarcocarlí de los montañeros. Si por ellos fuera, se quedarían a comer, en aquella alegre compañía, e incluso rematarían la fiesta con el mítico gin-tonic a la olla, el famoso combinado llobarquià que no puede faltar a ninguna alifara digna de este nombre. Y así hasta otra. That's all, folks.