Eso de los restaurantes en los pueblos pequeños de la montaña es un fenómeno relativamente reciente. Quizás alguien tendría que estudiar con un poco de afecto cómo ha sido el proceso de implantación de los modelos metropolitanos de restauración, como un injerto de la cultura urbana en la más salvaje ruralidad. Que no lo criticamos, sino que constatamos un hecho (y nos gusta mucho que estén). Imaginamos —sin tener datos empíricos— que todo empezó al mismo tiempo que se iban abriendo estaciones de esquí, una pizzería aquí, una brasería allí, hasta que aquel momento inicial cogió fuerza y ha hecho que ahora, treinta o cuarenta años después del movimiento de los pioneros nos permita encontrar establecimientos extraordinarios en pueblos de quince habitantes a menos cuarto de hora de camino de la ciudad grande más próxima.

Pero los árboles de la restauración profesional no nos tendrían que privar de ver el bosque de aquellas casas (solía haber una en cada pueblo), donde te daban de comida sin carta ni ceremonia, respondiendo a los preceptos bíblicos de «dar de comida a quien tiene hambre y beber a quién tiene sed», que son dos de las siete obras de misericordia (de las corporales) que nos enseñaban en el catecismo —y probablemente las más interesantes (o prácticas) de todas. Mucho más donde vas a parar, que vestir al desnudo y visitar a los presos. Enterrar a los muertos está bien, también, pero, vaya, con eso ya se cuenta.

Llamabas —a veces eran los únicos del pueblo que tenían teléfono, y era el público—, te presentabas a la hora de comer o de cenar, te sentabas en el comedor de casa y te atiborraban de lo lindo. Ensaladas–ensaladas, con aquello que encontraban en el huerto y setas si era el tiempo. Estofados, fricandó, pollo guisado, manitas de cerdo, cordero a la brasa, confite de carnaval cuando tocaba, girella, arroz de montaña (algún día tendremos que atrevernos a penetrar en el laberinto proceloso de los arroces de montaña). Longanizas y hervores hechos en casa, de cuándo se podía hacer matanza en la era. Tortillas enormes hechas con veinte huevos y dos kilos de patatas. De postres, los postres de músico, y flanes hechos en una perola. Café de calcetín, digno de una taberna turca. Anís del Mono, Cutty Shark o J&B, Torres 10 y se ha acabado. Vino la de casa, de origen incierto, negro —u oscuro. El champán —siempre champán— era Freixenet, Delapierre o Segura Viudas y se servía, invariablemente, en aquellas míticas copas Pompadour. No hacía falta que hubiera nada que celebrar: lo sacaban como si fuera la cosa más natural del mundo, como si la vida fuera un cortejo continuo. Rösslis y caliqueños. La vajilla, siempre Duralex, era de contrabando, en las dos versiones, verde y ámbar.

Recordamos con añoranza cal Trota de Taús, cal Caborreu de Bescaran o cal Capblanc de Estamariu, todas casas de comidas extraordinarias en pueblos de pocos habitantes

No había ninguna separación entre el espacio público y el espacio privado, porque solo había uno, que sería, en derecha ley, un espacio público-privado. Así, podríamos convivir con ardillas disecadas, un calendario de la Cooperativa Pirenaica, una madrina casi centenaria en estado de crisálida, los diplomas de corte y confección de la heredera, un televisor que funcionaba con válvulas (y que solo sintonizaba la primera cadena). La comida podía alargarse hasta las cinco o cuartos de seis, y conectaba con alguna disputada partida de butifarra y, si a fuera hacía frío, con un poco de cena para acabar de colocar lo que había en la cocina. Salíamos contentos, reconfortados en cuerpo y en alma, porque habíamos tenido la oportunidad de comprobar, en primera persona, la inveterada hospitalidad pirenaica.

Ahora, en un mundo donde cuando levantas una piedra te sale un funcionario de comercio, un inspector de sanidad y un requerimiento de hacienda, este mundo ha desaparecido, víctima del relevo generacional, engullido por la burocracia y las normas legales, que cortan las alas a cualquier iniciativa que intente adaptarse a las condiciones especiales que hay en la alta montaña. Recordamos con añoranza cal Trota de Taús, cal Caborreu de Bescaran, cal Capblanc de Estamariu... Algunos dieron el paso hacia la reconversión y se transformaron en honorabilísimos restaurantes de pueblo, como el mítico cal Pau de Prats. Pero esta es toda otra historia.