Hace unas semanas, una de mis reseñas publicadas aquí, en La Gourmeteria, no gustó al cocinero del restaurante y a una persona afín al establecimiento. Se me acusaba de haber hecho una crítica destructiva y denigrante, de no utilizar un juicio profesional sino personal y se cuestionaba mi ética. También, se me decía que había herido los sentimientos de las personas que formaban el negocio y, en último lugar, se me preguntaba si me gusta mi trabajo y si estaba orgullosa de ganarme un sueldo (sic) generando este tipo de contenidos. Todo eso se envió a la redacción del diario, llegó a mis editores, y como no recibieron la respuesta inmediata que se buscaba, me llegó a mí misma por mensaje directo.
Y les contesté. Les dije que sí, me gusta el trabajo que hago, aunque no sea fácil ni agradecido ni bien pagado muchas veces (no recojo el importe de un sueldo solo escribiendo reseñas ni mucho menos, pero eso no es culpa de este medio, sino del periodismo en general). Me empleé a hacerme entender de la manera más respetuosa posible, a pesar de los dos meses de trabajo sin descanso y las muchas horas sin dormir que arrastraba aquel día, que había decidido tomarme la tarde libre para comer en el Mugaritz y para volver sin trabajar en el avión.
Recibí la llamada de mi editor enfilando hacia Errenteria anunciándome el caso, lo convencí de que me hiciera llegar la misiva y me prometí leerla de camino en el aeropuerto, y no antes. La ópera que orquestan Andoni Aduriz, Julián Otero y el resto del equipo, la cosa performativa y las aproximaciones poéticas que ocurren en esta casa, me entretuvo bastante para que aquello me huyera de la cabeza un buen rato y se me concentrara al lamer un ombligo de gelatina y al sentir como unos granos de trigo sarraceno muy duros cedían poco entre mis molares, y los tenía que masticar y masticar, rodeados de un mochi chicletoso que en aquel momento me parecía que tenía la misma textura que mi lengua –quizás es así comerse una boca literal y completamente, con lengua y muelas incluidas.
Les contesté que la crítica no era despiadada. Y les señalé todas las partes donde celebraba aspectos de los platos o del restaurante. Que si, en primer lugar, había hablado, era porque quería difundir una información de utilidad: si estás allí, ve a comer aquí –y, en este caso, hacía una guía esmerada de los platos de mi pedido porque algunos ítems tenían aristas en mi opinión. Que actualmente ningún medio publicó críticas negativas a Jay Rayner o a Pete Wells, y que si esta lo fuera, no habría pasado el filtro. Que hubo errores importantes por los que pasé de puntillas, que los dije sin ser muy concreta (pero los dije, al fin y al cabo). Pero no les dije todo aquello que me habría gustado decirles, porque no encontré pertinente atizar más el fuego, de manera que lo diré ahora:
El trabajo del crítico no tiene por qué gustarte, y en tu disgusto, no tiene el objetivo de herirte. El trabajo del crítico es una mirada atenta al contexto, sobre todo histórico y geográfico, donde se inscriben aquellos manjares. El trabajo del crítico bien hecho, sin buscar la sangre, tiene que ser constructivo, y en este caso, lo era –y se me ocurren críticas sanguinolentas de otros que también lo han estado. El trabajo del crítico implica señalar aquello que está bien y aquello que está mal, porque se entrena y pone el cuerpo en una vida que es exactamente una locura en muchos sentidos, para aprender qué está bien y qué está mal, qué es óptimo y qué se puede mejorar. Y, en mi caso, también pongo el bolsillo: pago más del 95% de los restaurantes que reseño aquí, porque es una casualidad que son de los que me interesa más hablar, y lo hago para mí y lo hago para los lectores.
El crítico escribe en el género de la crítica gastronómica, que utiliza herramientas subjetivas (los sentidos) para distinguir unas ideas objetivas que hagan servicio a quien las lea. Algunos ejemplos: Quizás a un crítico no le gustan los platos de arroz, pero tiene que saber cuándo un risotto está bien hecho; a un crítico quizás se le ponen mal los bivalvos crudos, como las navajas, pero conoce cuando están frescas y bien condimentadas, y es posible que se arriesgue a una indigestión si aquel es uno de los platos que vale la pena probar y hablar para los que sí que lo pueden disfrutar; a un crítico quizás le gusta más la mayonesa industrial que la casera, pero entiende la valía de la segunda por encima de la primera en las ocasiones pertinentes (que no son todas).
Pienso que de todas las reseñas que se hacen y se deshacen, las mías no son categóricas ni sentenciosas, y que pongo a la primera persona por delante (o sea, a mí misma) cuando alguna cosa no me parece redonda. Eso sí que lo dije, pero no quise decirles que quizás eran ellos los que no tenían respeto por mi tarea, que se habían dirigido al diario para el que colaboro para emitir una queja lacerando e impertinente sobre mí, con el riesgo que eso podría comportar para mi acuerdo laboral, y que no conocían lo suficiente bien el trabajo del crítico. Que para saber más, de la filosofía del gusto y de la crítica, se puede leer Hume, Brillat-Savarin o Kant o, más recientemente, los ensayos de Francesca Rigotti, de Cristina Macía y Eduardo Infante, o de la Valeria Campos. Que yo lo he hecho, y que empecé a cocinar cuando tenía 12 años, a hacer reseñas cuando tenía 18 y a escribir de gastronomía a los 26 y ya calzo 32, de manera que, más o menos, sé qué quiero decir cuándo escribo lo que escribo de aquello que como.
Mientras pienso estas líneas de aquí arriba, veo un tuit de un cocinero que me gusta como razona, aunque todavía no he bajado a probar su cocina: "La crítica, en cualquier ámbito, tiene que sustentarse en el amor, en una pasión, no simplemente en aprendizaje y parámetros adquiridos. Se tiene que amar la cocina, el cine, la danza, a fin de que surja una crítica verdadera," tuiteaba Pedro Sánchez, del restaurante Bagà (Jaén). Y yo la quiero y solo me mueve la pasión (solo me puede mover la pasión) por hacer lo que hago. Pero eso ya hablaremos, quizás, en otra columna.