La primera vez que vi a alguien hablar de vinos sin saber nada del vino que bebía fue en una boda, hace casi veinte años, cuando a mi primo le sirvieron la copa mientras estaba en el lavabo y al volver a la mesa preguntó si el vino era del Penedès. Como si fuera un juego, su novia de entonces le dijo "adivínalo", y él, que históricamente siempre ha tenido fama de sabiondo y charlatán, empezó a decir que notaba aromas vegetales, de pimiento rojo, pero también de pimiento verde y tabaco. Yo, que tenía quince años, lo escuchaba con la boca abierta. Removiendo la copa, siguió diciendo que encontraba mantequilla, incluso queso fresco. En la mesa nadie hablaba. "Se le nota que es maduro y que ha estado en contacto con madera", dijo.
"Hay resina, hay eucalipto e incluso coco rayado, ¿no lo notáis?", nos preguntó antes de hacer un trago, quedarse pensativo mirando el infinito, mover la boca cerrada agitadamente como quien desea librarse de un trocito de fuet atascado entre los dientes y decir una cosa que nunca he olvidado: "no es nada apagado, tiene una acidez incisiva que permite acentuar los taninos y, sobre todo, llenarte toda la boca de un potente sabor a semen". Al decir eso, media mesa se echó a reír y la otra mitad nos quedamos blancos, ya que por nada del mundo sabíamos que mi primo no tenía ni puñetera idea de vinos. Todo lo que nos había dicho era falso, pero parecía tan verdadero que desde aquel día vivo obsesionado con una paradoja: en el mundo del vino, es facilísimo decir mentiras que parecen verdad y es dificilísimo decir verdades que no parezcan mentira.
Saberlo todo de un vino sin saber nada de entrada
¿Serías capaz de conocer el origen geográfico de un vino, las variedades que forman la mezcla o la añada a la cual pertenece si la única información que tuvieras es la del propio vino dentro de una copa? Es decir, ¿es posible adivinar con los ojos cerrados qué vino huele tu nariz o degustan tus labios? La respuesta es que no solo es posible, sino que por todo el mundo se hacen cada año concursos en que profesionales y aficionados expertos en el mundo del vino se pasan todo un día probando vinos con el fin de adivinar todos los detalles a partir del color, los aromas y el sabor. Sin ir más lejos, mientras hoy lees este artículo, en el Casino de Madrid se está celebrando la 15ª Cata por parejas de VilaViniteca, el concurso de cata a ciegas más importante de Europa y en el cual los ganadores se embolsan 30.000 € si consiguen adivinar con precisión las características de catorce vinos. ¿Ciencia o alquimia? ¿Conocimiento o suerte? ¿Dedicación o hedonismo? Es fácil pensar que es imposible aplicar una lógica a un concurso así, pero como tengo la fortuna de conocer algunos de los ganadores o finalistas de los últimos años, del Penedès todos ellos, puedo afirmar con contundencia que catar a ciegas no va de tener fortuna o ser un bocazas, sino de poseer sabiduría enológica en todos los sentidos, nunca mejor dicho.
La suerte se entrena, ya se sabe. El azar en una cata, pues, también. Hace un par de semanas, de hecho, asistí por primera vez en mi vida a uno de estos entrenamientos enológicos, infinitamente más agradables que una sesión de pilates en el gimnasio. Mi amigo Àlex Peris, que vive literalmente a treinta metros de mi casa, me invitó a cenar en su casa y me avisó de que también vendría su pareja de cata, el enólogo Joan Munné. "Haremos un entreno; si quieres, participa", me dijo por whatsapp. Medio acojonado y medio excitado a la vez, llegué sobre las ocho y media de la noche y me encontré a Àlex y a Joan removiendo dos copas de vino tinto con aquella cara de concentración que yo ponía en los exámenes cuando el profesor me miraba y quería disimular que no tenía ni remota idea de la pregunta. Delante suyo había una botella bordalesa envuelta con papel de plata que había abierto Mariona, la mujer de Àlex. Me sirvió una copa y empecé a jugar, dándome cuenta de la dificultad del reto. "Eso es como sacarse la teórica de coche: al primer test te piensas que nunca conducirás, pero cuando llevas centenares de tests, te sorprendes a ti mismo de todas las cosas que llegas a saber sobre seguridad vial", me dijo Àlex, también históricamente conocido por sus metáforas y comparaciones maravillosamente claras.
"Hay quince puntos en juego", me dijo Joan. Si adivinas la variedad, tres puntos. La añada, tres puntos más. El elaborador, tres puntos más. Si adivinas la marca, dos puntos. La denominación de origen, también dos puntos. Si solo dices la zona de origen, un punto. Igual que si adivinas el país. Quince puntos en juego y yo solo sé decir que es un vino tinto, de momento, información que evidentemente no tiene ningún tipo de valor puntuable. Fue entonces, entrenando con más concentración que cuando jugaba a fútbol sala y el entrenador hacía cara de pocos amigos, cuando empecé a oír hablar al vino. Primero, afinando bien la vista, cosa que permite saber la edad, el tipo de vinificación o la variedad de uva: era de color rojo picota, intenso, con mucha opacidad y pocas diferencias de color entre el interior de la copa y los entornos. Por lo tanto, decidí jugármela y decir que era un vino bastante joven, del 2020 o del 2019 a mucho estirar. Joan y Àlex me compraron el argumento y dijeron lo mismo. Mariona, en su papel de jueza, dictaminó que sí: era del 2020; por lo tanto, tres puntos para los tres.
Entre la nariz y la boca
Ahora que ya hemos aprendido a descifrar qué información implícita contiene el color del vino, dejamos de lado la vista para subir al altar el sentido más importante para una cata a ciegas: el olfato. Hay miles de olores, ya que los matices olfativos de una copa de vino son infinitos, pero se resumen en aromas primarios, aromas secundarios y aromas terciarios. Los primeros hablan del origen del vino, es decir, de la viña, la variedad y el terruño. Pueden ser aromas afrutados, florales o minerales. "Yo le encuentro fruta madura, no sé, quizás cereza, o higos, o frambuesas," dijo Joan. "Pues a mí me viene a la nariz alguna cosa como hacer punta al lápiz, o incluso pizarra mojada", respondió Àlex. Yo, callado, no me atrevía a decir nada y solo tenía ganas de escribir poemarios que llevaran por título cosas como "Olor de caja de gusanos de seda" u "Olor de hierba mojada después de llover". La clave de todo era entender que la fruta madura y las notas minerales pueden informarnos de la variedad. "A mí esto me recuerda a un sumoll, peña," dije.
Mariona, con una sonrisa plácida, me dijo que no iba mal encaminado. Por lo tanto, de sopetón los tres dijimos que se trataba de un vino elaborado en la península Ibérica. "¿Dentro de los límites territoriales del maldito, opresor y antipático reino de España?", pregunté. Premio. Punto. Ahora solo faltaba saber la zona concreta, la variedad, la marca y la bodega. Es decir, la información más difícil. Mientras tanto, venga a oler. Los aromas secundarios, que son los que informan de cómo se ha hecho el vino, no me decían nada. La fermentación, ¿alcohólica o maloláctica? ¿Y la función de las levaduras? ¿Se dejaba entrever algo de todo eso? "A mí me viene la mantequilla fresca o el yogur", dijo Àlex. Yo solo encontraba madera, canela e incluso olor a caja de puros, pero ni idea de qué caray quería decir eso. "Eso son aromas terciarios", dijo Joan, expertísimo en la materia. "Hablan del tiempo, ya que son los aromas propios del envejecimiento y la crianza. Yo no encuentro que haya caja de puros, pero, sino más bien roble", añadió. Sin saberlo aún, acababa de decir la palabra clave. Cada vez nos acercábamos más al éxito, pero si algo me quedaba claro a mí es que para encontrar todos aquellos aromas dentro de la copa había que tener un gran olfato, pero sobre todo una gran memoria olfativa. "La boca es más sencilla: en la vida hay sabores dulces o salados, amargos y ácidos," dijo Àlex, que profesionalmente viene del mundo de las olivas y de las olivadas.
Ahora bien, había que beber el vino, encontrar también millones de matices y descifrarlos. En boca me pareció un vino fresco, potente y de taninos concentrados, de acuerdo. "Notes balsámicas", dijo Àlex. Yo seguía sin entender cómo caray serían capaces de adivinar la marca, la bodega y la zona del vino solo a partir de lo que había dentro de la copa, sin embargo. "Yo me la juego: eso es mediterráneo cien por cien, y me atrevería a decir que de fuera de Catalunya", dijo Joan. "Pero ¿de los Paísos Catalans?", pregunté yo. Mariona volvió a sonreír. De sopetón volví a agitar la copa y a olerla frenéticamente, bebiendo bocanadas de vino mientras intentaba recordar todos los vinos de Mallorca, del Rosellón o del País Valencià que he bebido en mi vida. "Eso no es un syrah ni de broma", dije, eliminando la opción de que fuera un vino AOC Roussillon con la típica mezcla de sirah y garnacha. Yo estaba convencidísimo de que era un mant negro de Mallorca; tenía en la punta de la lengua jugármela y decir que era el Añ/2 de Ànima Negra o el Gallinas y focas de 4 Kilos, pero de repente Àlex apostó por el País Valencià y yo callé. "No solo digo que esto viene del sur, sino que digo que es monastrell". Mariona sonrió más, esta vez de manera casi nerviosa. "Estás cerquísima, Àlex", dijo. Lo estábamos. Mucho.
Hasta que, por fin, llegamos al final de la calle. "¡Celler del Roure, Alacant!", dijo Joan con la energía agónica de quien marca un gol en el último minuto del tiempo añadido o de quien entiende el sentido de un poema hermético de J.V. Foix en un examen de Filología Catalana en tercero de carrera. En el fondo, enfrentarse a un poema es como enfrentarse a un vino: si uno quiere, ahí dentro "enjambres de mundos hormiguean", como dijo Verdaguer. Mariona quitó el papel de plata de la botella y, en efecto, destapó un Maduresa 2020 de esta bodega alicantina que durante veinte minutos nos había vuelto locos a los tres. O mejor dicho, nos había hecho hacer memoria de muchas cosas a los tres. De aromas, de sabores, de referencias, de zonas vitivinícolas, de vinos que hemos bebido, de vinos que no hemos bebido pero sabemos más o menos cómo son, de variedades y sus características particulares, de formas de fermentación, etc. En definitiva, de todas esas cosas que ocupan meses y años de estudio a los profesionales del sector, que dotan de sentido su trabajo y que nos permiten a los otros, los simples consumidores, poder averiguar en una sola copa de vino un montón de información que el vino dice, pero que hay que saber descifrar. Porque, como me demostró aquella vez mi primo, hace muchos años, ser un farsante hablando de vinos es increíblemente fácil, pero hablar con propiedad sobre lo que el vino nos dice cuando habla, en cambio, es maravillosamente difícil.