El otoño, con sus colores tostados y anaranjados, es la estación de la melancolía. Que la noche nos engulla cuando justo acabamos de comer, que los árboles queden como esqueletos o que los palosantos, firmes y duros, se transformen en una masa casi líquida en el transcurso de pocos días es, al fin y al cabo, una metáfora de nuestra insignificancia como especie. La interpreto como una lección para explicarnos y recordarnos que todo lo que hacemos, todo lo que nos esforzamos es caduco, muy pronto se habrá zampado, digerido y olvidado, como pasa con los platos que cocinemos dedicando horas, dinero y conocimiento y que comamos con deleite, sí, pero con un suspiro de tiempo.
Quizás la melancolía que estoy tratando de transmitir con este fragmento tan oscuro que remite al devenir de la naturaleza quiere recordar– más a mí que a vosotros – que todos, todos, por mucho que nos esforzamos, acabaremos siendo un banquete para los gusanos. Pero no para saberlo y recordárnoslo tenemos que dejar de esforzarnos porque el placer del trabajo acabado o del reto alcanzado es superior, siempre, al sufrimiento, al cansancio o al dolor del proceso creativo. Pero no es solo este placer el motor de nuestras acciones, sino la necesidad de dejar huella, ser recordados cuando no estemos.
Queremos pervivir más allá de lo que la naturaleza nos permite y solo nos es posible con lo que legamos: nuestro recuerdo. Me explicaba aquel filósofo que lo que nos hizo humanos fue ritualizar la muerte, rodeándola del misterio de lo inexplicable. Los animales no entierran, no veneran y no recuerdan a los muertos porque lo entienden como una fase más de la vida. Y en nuestra constante manía de hacer de todo una metáfora, coronamos el ocaso del luminoso verano con la fiesta de la añoranza, el Día de Todos los Santos. La tradición nos recuerda, aunque solo sea un día, que tenemos que recordar a los que se esforzaron en ser recordados.
La paradoja es que invocamos y honramos nuestros muertos comiendo alimentos extremadamente energéticos que nos proveen de una vitalidad inmediata, quizás con el propósito que nos den fuerza, coraje y ánimo o, quizás, con la ingenuidad que nos fortalecerán lo suficiente para alejarnos del temible final. Pero aquella fiesta pausada que habíamos mantenido tantos siglos, que tanto sentido tenía y que habíamos ritualizado reuniendo a la familia en torno a una mesa con brasero, pelando castañas con los dedos entre congelados y escaldados, alternándolas con un par de panellets, está tocada, hundida y enterrada del todo.
Los de la generación de los setenta, que decíamos aquello de "me he quedado de pasta de boniato", entre otras expresiones, hemos tenido que aprender a decir Halloween (jalouin). Y ahora sí que nos hemos quedado de pasta de boniato viendo con horror como el horror de esta fiesta del horror ha dejado como verdaderos zombis a nuestras entrañables abuelas castañeras con delantal y a los castañeros con boina. Y aquella fiesta que nos dejaba hartos como tejones a base de panellets, castañas y boniatos ha quedado sepultada como los habitantes del cementerio en el que todavía tenemos a bien recordar y visitar al día siguiente del desenfreno del terror. Ya sé que me hago pesada con la letanía, pero es mi manera de reivindicar que tenemos un patrimonio cultural que tenemos que preservar porque, de verdad, que acabaremos siendo fantasmas globales. ¡Da igual que vivas en Groenlandia como en Sudáfrica, todos nos pondremos la careta de cadáver y a caminar!
Hemos ampliado las posibilidades culinarias del boniato, pero resulta que ahora que es cuando más demanda hay, es cuando menos cultivamos. De manera que casi la totalidad de boniatos que comemos vienen de fuera y la mayoría son de China
Pero no solo lo digo por el adelgazamiento cultural, también lo digo porque este pasado mes de julio me quedé de pasta de boniato cuándo en mercado pude comprar un kilo. Gente de mi generación, ¿recordáis cuándo recibíamos con hurras y bravos los primeros boniatos de la temporada? Comíamos hasta reventar, escalivados y azucarados. Las golosinas de nuestra infancia. La globalización y las olas migratorias nos han enseñado a comer batata y camote y ahora ha traspasado la frontera de la merienda y comemos incorporado al picadillo, como en chips o transformando las bravas. En eso hemos mejorado, porque hemos ampliado las posibilidades culinarias del tubérculo, pero resulta que ahora que es cuando más demanda hay, es cuando menos cultivamos. De manera que casi la totalidad de boniatos que comemos vienen de fuera y, según me informan, la mayoría son de China.
Y yo siempre me quedo de pasta de boniato, sorpresa conmigo misma de no haber preguntado nunca antes de donde vienen los boniatos que como y preguntándome de dónde viene este dicho "quedarse de pasta de boniato", que es bien extraña para mostrar la extrañeza, la sorpresa. Son cosas que pienso mientras hago las bolitas de mazapán, las rebozo con piñones y las horneo pocos minutos para celebrar tozudamente la castañada.