A menudo me entero de las infidelidades de la gente. Sobre todo de las infidelidades gastronómicas o, más bien, dietéticas, que son las únicas que se cantan a los cuatro vientos. Encima de una foto de una hamburguesa de seis pisos y un gofre con bastante chocolate para montar una pastelería, una nota o un hashtag: "cheat day". To cheat es hacer trampas o ser infiel, en definitiva, desviarse del camino recto que nos habíamos propuesto y del que (oh, sorpresa) nos hemos desviado. Forzarse a hacer una cosa que realmente no se quiere o de la que no se está convencido es una tarea que, a corto, medio o largo plazo, raramente sale bien. La cabra acostumbrada a saltar, salta y saltará. Así, cuando leo eso del cheat day y veo una comida pantagruélica, sea de aquello que entendemos por comida rápida o de un menú largo, copioso y alcohólico en cualquiera de los tantos buenos restaurantes que tenemos la suerte de encontrar en casa nuestra, siempre pienso que esta, como no podía ser de otra manera, es una señal de nuestros tiempos.

Queremos estar delgados porque desde los 70 estar delgado es sinónimo de éxito social. No son imaginaciones de los grasos (ni de los delgaduchos): es así. Los sociólogos han demostrado que juzgamos peor a las personas gordas y las consideramos menos personas. Se las contrata menos. Ligan menos. Les cuesta más salir airosos de una negociación. Una buena amiga, que nació sin parte de un brazo, lo dice muy claro: "Me he sentido más discriminada cuando he sido gorda que por el hecho de tener una discapacidad". Nos hemos pasado de los 70 al 2010 haciendo todo tipo de dietas: la del jarabe de arce, la de la manzana, el Atkins, la keto (que ha vuelto con fuerza). Y ahora, en la deriva radical propia de este siglo, nos ha dado dejar de comer durante horas, haciendo ayuno, y para ir al gimnasio a levantar heavy metals a ritmo de Rosalía, Bad Bunny o lo que sea.

Y a toda esta vorágine, donde se suma el uso actual (y totalmente desaconsejado) de medicinas para diabéticos para adelgazar, carro en el que se han apuntado famosos y famosas, cargándose el trabajo para el body-positive de la última década, cada vez hay más restaurantes que sirven platos de kilo y medio. La tendencia al gigantismo culinario viene de lejos. ¿Quién no recuerda aquellos bares donde hacían bocadillos delirantemente grandes o los concursos estadounidenses donde un dinner hacía un reto al tragón que pudiera devorar por completo la especialidad de la casa multiplicada por quince? Ahora bien, eso de poner en mesa bandejas de comida con elementos que ni siquiera combinan bien, solo por la cosa de hacer la comida hipercalórica, es una cosa que aquí empieza no hace 10 años.

Por horror, cada vez veo más y más lugares que se especializan en estos platos mastodónticos. Me pienso que está porque el exceso vende mucho en las redes sociales. Hay cerebros que deciden que aquello será un buen contenido para su perfil y hay cerebros que abren negocios pensando que esta publicidad barata les hará de oro. Y entiendo la fantasmeada de ir a retratar aquella cosa estrambótica y decir que es buena, pero lo que me sorprende (y por el que estoy aquí escribiendo estas líneas) es que haya estómagos que se escondan toda aquella materia hacia adentro.

La cultura del hecho de estar delgado y el hacer mucho ejercicio se ha unido al hecho de que ahora todos tienen que estar musculosos, del triunfo del peso y la fuerza

Tengo la hipótesis que todo está relacionado. La cultura del hecho de estar delgado y el hacer mucho ejercicio se ha unido al hecho de que ahora todos tienen que estar musculosos, del triunfo del peso y la fuerza. Y para hacer crecer músculo, entre otras cosas, hay que darle manduca al cuerpo. Ya no se come lechuga al salir del gimnasio, sino que escogen ingestas altamente proteicas, bajas en grasa y en carbohidratos que, dado el bajo nivel de dotes culinarias que gasta mi generación, el anterior y la siguiente, suelen ser bastante aburridas y repetitivas (y ya podemos ir mirando recetas por Instagram, que no se harán solas).

Encuentro que esta manera de comer, si no es por recomendación médica o porque no encuentras gusto al alimentarte, es un castigo, y que podríamos comer en la orden, medida y equilibrio que a cada uno le convenga más para no trastornarnos el cuerpo y la relación con la comida. Quizás el castigo se explica causa de nuestra tradición judeocristiana (aunque la mayoría ya solo pisa la iglesia para celebrar la vida, el amor o la muerte), porque todavía pensamos que del castigo saldremos mejores, y buscamos maneras de introducirlo a nuestra vida para mejorarnos. Pues buena suerte.

Pero tampoco somos corderitos y después del castigo buscamos la recompensa. ¿Solución? Cheat day. Ante la restricción férrea de los días entre semana, donde la comida es arroz y pollo, pollo y arroz y arroz y pollo, o sea, puro trámite alimentario y la vía para llegar al objetivo de la musculación, el viernes por la noche la papila ya saliva y la neurona pide mandanga de la buena: grasa y azúcar a paladas para compensar aquello que falta, la sal de la vida, una de las grandes gracias de estar vivo que es, sin ningún tipo de duda, la libertad gastronómica, el placer de comida aquello que quieres, cuando quieres.