De pequeño, creí durante mucho tiempo que para ser escritor hacía falta comer solo en los restaurantes. El culpable era Melvin Udall, el protagonista de Mejor, imposible (James L. Brooks, 1998) interpretado por Jack Nicholson. El problema, claro, es que durante años también pensé que todo el mundo que escribía libros era como aquel novelista medio calvo, medio gordito y tan desagradable: un hombre misógino, machista y homófobo que es incapaz de freírse un huevo frito. Quien sabe si por culpa de esta idea me pasé la niñez queriendo ser futbolista, bombero o piloto de aviones, ya que con diez años aquel film me hizo entender no solo que ser escritor era ser un hijo de puta, sino que todos los hombres que comían solos en los bares eran unos malnacidos.

Un ganador de los Juegos Florales de Organyà, quien sabe si un imbécil, comiendo solo en un bar de Barcelona.

Por suerte, con quince o dieciséis años volví a ver la peli y me di cuenta de un detalle: Melvin Udall cada día baja a comer al restaurante de bajo su casa, trata mal a todo el mundo y come con él mismo, como Lúculo, de acuerdo, pero poco a poco empieza a conocer Carol Connelly, una nueva camarera que es soltera y madre de un hijo enfermo. La peli dice que un día el escritor se tiene que hacer cargo de un perrito y que el contacto diario con el animal, en vez de animalizarlo, lo humaniza, pero aquello que le cambia el carácter no es el perro, sino la compañía de la camarera. Por eso la escena más memorable del film es cuando en la primera cena juntos, en compañía, él le confiesa que ella es su principal motivo para ser mejor persona. El escritor deja de ser un perro y se convierte en persona, pero sobre todo deja de ser un mamífero que se alimenta solo para pasar a ser un ser humano que come con alguien más.

Una foodie de l'Escala haciendo un post de Instagram mientras come sola y quiere compartir la comida con alguien más que ella.

Desde entonces me he pasado exactamente veinte años sabiendo que comer solo no quiere decir ser un hijo de puta, por suerte, pero también creyendo que es imposible darse un festín epifánico sin compañía. Quien me ha hecho cambiar de idea es Albert Molins (Barcelona, 1969), periodista y autor de Comer sin pedir permiso (Rosamerón, 2024), un libro donde se explica que comier sin compañía no tendría que ser siempre sinónimo de alimentarse y, sobretodo, que la gastronomía nos humaniza. También se explica que entendemos la comida como un acto social desde el momento en que nacemos y nos alimentamos, por naturaleza, en compañía y gracias a nuestra madre. Después, de niños, comprendemos los códigos que rigen por ejemplo en una mesa -quien se sienta en cada sitio, en qué orden se sirve a los comensales, etc.- y nos habituamos a comer acompañados en la escuela o de colonias. No es hasta más adelante, ya de mayores, cuando todo cambia y afrontamos una comida solos. De golpe, ya no nos fijamos igual en qué comemos, como lo comemos o por qué lo comemos, hasta el punto que la mayor parte de las veces nos dedicamos solo a devorar el plato, el bocadillo o el tupper recalentado mientras hacemos scroll con el móvil o miramos la tele, "como un acto autómata o una ingesta inconsciente, que es lo peor que puede ser cualquier acto relacionado con la comida".

La cubierta del libro de Albert Molins, un libro tan revolucionario que parece soviético.

A pesar de eso, los únicos mamíferos de la capa terrestre que comen somos los humanos, ya que el resto de animales sencillamente se alimentan. Comer es alguna cosa más que alimentarse, igual que Comer sin pedir permiso es alguna cosa más que un simple libro gastronómico, ya que por encima de todo es una enciclopedia llena de erudición y un manifiesto a favor de comer sin complejos, solo o acompañado, en un momento de la historia en que las prohibiciones, los tabúes y las exigencias hacen que pedirse un entrecot de ternera te haga sentir culpable de contribuir al cambio climático, por ejemplo. En un mundo lleno de restricciones veganas, morales y religiosas, reivindicar en el siglo XXI comer sin culpa de nada y de manera plenamente hedonista es tan contestatario e inusual que convierte la cocina, de golpe, en el último acto político y revolucionario que todavía tenemos al alcance. No es casualidad, pues, que en el libro Las palabras andantes, el escritor Eduardo Galeano escribiera que "La iglesia dice: el cuerpo es la culpa; la ciencia dice: el cuerpo se una máquina; la publicidad dice: el cuerpo es uno negocio; el cuerpo dice: yo soy la fiesta".

Una chica de Matedepera disfrutando con su desayuno en soledad, de forma onanista.

A diferencia de Melvin Udall, que necesitaba un perrito para dejar de ser un animal, a nosotros nos basta con leer Comer sin pedir permiso para descubrir que la gastronomía nos humaniza, ya que liga con la vida, la muerte, el sexo, los rituales, las celebraciones y, en definitiva, muchos componentes que van mucho más allá de la simple necesidad fisiológica de alimentarse. Un plato puede quitarte el hambre y nutrirte, pero no puede cambiarte la vida, ni impedir que seas un imbécil. Quién sí que puede hacerlo, en cambio, es el chef que lo ha cocinado, el campesino que ha recogido la materia o la camarera que te atiende, como en Mejor, imposible, ya que quien cambia nuestro mundo son las personas. Albert Molins lo consigue a través de doscientas cincuenta páginas más antropológicas que culinarias. Más de cerebro que de estómago. Más de platos para compartir que de plato individual, por eso cuando afirma que "quiero pensar que escribir sobre el mundo de la gastronomía es, igual que comer, una manera de compartirla con los otros," en realidad no está escribiendo una simple frase. Se está sentando en la mesa, metafóricamente, con lectores como nosotros. Y sin pedirnos permiso, faltaría más, ya que un servidor, sí, estaba muy equivocado de pequeño: un escritor, sobre todo si es gastronómico, nunca come solo.

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