Compartir comida tiene una cosa atávica y ritual que hace que las personas se acerquen. Nos conectamos por las palabras a través del diálogo en la mesa, sin embargo, también lo hacemos a cada mordida, comamos lo mismo o un plato diferente. Hacer una cosa al unísono, en este caso, comer acompasadamente, nos pone en una sintonía similar (si no hay nada discordante que lo estropee). Pasan grandes cosas en torno a una mesa, desde acuerdos de negocio hasta celebraciones memorables. Eso es la convivialidad: el placer de comer acompañado.

Ahora bien, comer solo también es un placer. Pero sé, por lo que he averiguado en otras personas, que es un gusto adquirido: no todo el mundo se siente cómodo entrando solo a un bar o a un restaurante para comer o beber aquello que le apetece. Por trabajo y porque quiero yo lo hago a menudo, y me encanta, aunque recuerdo la primera vez que yo misma me aventuré.

Tenía 16 años y hacía unos pocos años que me gustaba la gastronomía. Leía a menudo el blog del Ibán Yarza donde hablaba de manjares del Pakistán y de otras comunidades migrantes de Barcelona. Describía con tantas ganas el rasmalai o el haleem que con un poco de dinero en el bolsillo, de las clases de inglés que había empezado a dar a unas compañeras, un día me decidí a llegarme hasta el sitio que recomendaba, Zeeshan Kebabish, en la calle del Marqués de Barberà, en el Raval.

El deseo de probar todas aquellas cosas de las que había leído tanto, me llevaron hasta allí y valió la pena

Con los tiempos, aquella calle que empieza llamándose Unió a la altura del Liceu y que adquiere título nobiliario más adelante, hasta que muere al final de la Rambla del Raval, se ha ido llenando de otros restaurantes y bares: allí tenemos el Cañete, antes había el Frankie Gallo Cha Cha Cha de los hermanos Colombo, hace poco ha abierto el bar de vinos Manifest. Dieciséis años atrás, solo estaba la Troika, una tienda de productos rusos que ya ha cerrado, y prostitución en alguna esquina.

El estigma que siempre ha pesado sobre el barrio me hizo llegar tensa al restaurante, que emanaba un olor agradable e intoxicante, especias y a pan, con un punto dulce. Una vez delante, recuerdo que pensé en girar cola: ¿habría sido una buena idea ir a comer sola por primera vez y además, adentrarme en una cocina desconocida? Esperé en el pequeño recibidor, delante de una vitrina llena de dulces que había ido estudiando desde casa, y me sentaron en una mesa de la sala que compartía con hombres pakistaníes, todos mirando hacia el partido de cricket que jugaba su selección. Yo estaba impaciente y nerviosa, pero el deseo de probar todas aquellas cosas de las que había leído tanto, me trajeron hasta allí y valió la pena.

La abstracción y la reflexión después de una comida, motivada en parte por aquello que se come y también por la propia vida, suelen ser fructuosas

Se me desbloqueó alguna cosa dentro que me hizo sentir| más libre, y desde entonces he perseguido los platos que quería comer por todas partes: en un horno judío del Tenderloin de San Francisco, en un restaurante cruzando el Bósforo, en Egina, la isla griega de los pistachos, en la colina de Errenteria para saber qué hacen en Mugaritz o buscando los mejores rissois de Lisboa y el desayuno más sabroso de Sofía.

Kant dice en Antropología en un sentido pragmático (1798) que comer solo no era sano "para un erudito que filosofa; la comida no restaura si no agota (sobre todo si es un banquete solitario): se convierte en una tarea fatigosa en lugar de un juego estimulante de los pensamientos". Explica que el humano que saborea se debilita a sí mismo pensando durante las comidas solitarias y gradualmente pierde su vivacidad. Y a veces es cierto que uno acaba una comida sola un poco ensimismada. ¿Pero que no vivimos en los tiempos del ensimismamiento, de la meditación y tal y cual? La abstracción y la reflexión después de una comida, motivada en parte por aquello que se come y también por la propia vida, suelen ser fructuosas, como si al llenar el estómago vacío fueran creciendo ideas. Eso sí: hay que estar dispuesto a escucharse. Se me hace extraño, sin embargo, que Kant pensara eso y todavía me es más difícil de creer que saliera contento de comer solo los nabos de Teltow, el bacalao y las butifarras de Gotinga que le agradaban tanto.