Nos gusta, el concepto de la conserva. Hablemos un poco. Todo lo que está vivo tiene tendencia a la corrupción, a degradarse, así que detienes el crecimiento. Aquellos esplendorosos tomates del huerto, de los que has tenido cuidado desde que eran una semillita en el plantel, una vez cogidas, tienen tendencia a ablandarse, a pudrirse. Las patatas se arrugan y se grillan, las lechugas se espigan. La entropía pasa factura. Ahora, cuando al final del verano los huertos son un vergel, cuando todo —si la piedra no lo ha cortado— se sale de frutos y de vida, llega el momento trascendental de transformar todo aquel bien de dios en conserva, para poder hacer frente a un invierno que siempre se hará demasiado largo, y que nos consuela.

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Vista panorámica del pueblo de Ossera. / Foto: A.V y M.F

La historia de la civilización es la historia del aprendizaje —prueba y error— sobre los procedimientos para conservar todo lo que da la tierra. Fermentados, salazones, envinagrados, esterilizaciones, productos secados, deshidratados, congelados o liofilizados. Hay mucho donde escoger. Pero a la hora de pensar conservas, lo primero que nos viene a la cabeza son las mermeladas y las confituras. Quizás no comemos tan a menudo como antes, pero siempre están: el recurso universal. ¿Tenemos melocotones? ¿Tenemos fresas, o frambuesas? A la olla. Y si nos lo hace alguien con maña, conocimiento de la técnica y materia prima de categoría, pues todavía mejor.

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Entrada de Cal Casal. / Foto: A.V y M.F

Ossera es un nombre mítico en la historia de la artesanía alimentaria del país

Tenemos que ir, pues, hasta Ossera. A muchos os sonará, el topónimo. Es un pueblo colgado en uno de los extremos del valle de Lavansa, en el Alt Urgell, casi a tocar con la de Alinyà —solo habría que subir al cuello de Ares y ya estaríamos. Ossera es un nombre mítico en la historia de la artesanía alimentaria del país, desde que en los años setenta y ochenta se instalaron grupos de jóvenes neo-rurales que revolucionaron muchas cosas: Eulàlia Torras redescubrió técnicas ancestrales de elaboración de quesos, y de allí surgió el alabado Serrat Gros, que ahora elaboran Raül y Mercè desde Josa; Suzette Böhringer, desde cal Noguer, volvió a reavivar la tradición de las trementinaires como supremas conocedoras del patrimonio de la etnobotánica.

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Elaboración artesanal de mermeladas. / Foto: A.V y M.F

Núria llegó a Ossera el año setenta y nueve. Se dice pronto: hoy es difícil de imaginar cómo se vivía en los pueblos de montaña en aquel tiempo. Luz eléctrica precaria, con un teléfono público (con suerte), una pista del suelo, nadie sacaba la nieve en invierno, las escuelas cerraban y la gente se iba a trabajar a la Seu o en Sabadell o en Barcelona. La diferencia entre el mundo urbano y la ruralidad pirenaica llegó a un punto que casi era de no retorno. Gracias a la voluntad de Núria y los otros hippies de Ossera —cómo los decían— consiguieron que un pueblo que estaba condenado al abandono y a los escombros reavivara.

Respeto por el país, respeto por el producto, por la tierra, proyección y voluntad de futuro

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El resultado final hace salivar. / Foto: A.V y M.F

Desde Cal Casal, Núria empezó a hacer mermeladas con las moras de los matorrales que, ahora en septiembre, son dulcísimas y omnipresentes. Poco a poco vio que allí había posibilidad de negocio. El año 2004, lo que era una afición remunerada, se convirtió en una pequeña empresa de transformación alimentaria. Con el tiempo, el abanico de productos se fue ampliando: de las mermeladas pasó a las jaleas, a los chutneys agridulces, a las conservas de setas. Ahora hay, además, un apartamento rural y en la tienda se puede tomar un café al fresco, en la era de la casa. Visto con la debida perspectiva, la trayectoria de Cal Casal ha sido modélica: respeto por el país, respeto por el producto, por la tierra, proyección y voluntad de futuro. Ahora trabaja Quim, el yerno de Núria. Sí, el hombre de Berta: una de aquellas dos gemelas —con Martina-- que para nacer en condiciones tuvieron que ser evacuadas de Ossera en helicóptero, porque el chaparrón del ochenta y dos se había llevado la carretera. Las dos, después de estudiar, han vuelto al pueblo. Y es esta pequeña noticia la que marca la diferencia entre la marchitez y la esperanza.