Las 'costellades' son como un viaje de ida sin una vuelta conocida: se afrontan siempre con una ilusión casi infantil, pero es difícil adivinar si las acabaremos con euforia juvenil, cantando Flying free gracias a los altavoces de un coche, o si de lo contrario en una comida habremos envejecido sesenta años de golpe y nos encontraremos a media tarde durmiendo la mona dentro del coche, talmente como un abuelo del Imserso que ha comido demasiado en el bufete libre del hotel. Hay 'costellades' con amigos en las que es posible acabar tan harto que justo después de los postres, sin dudarlo demasiado, más de uno firmaría ir de cabeza al quirófano del Clínic para dejarse abrir con un bisturí, vaciar el intestino y sacarse de encima aquella sensación de tener un globo a punto de reventar dentro del estómago. Si existe una petite mort entendida a la manera de Baudelaire después de hartarnos de carne, sin embargo, también hay una muerte no tan pequeña pero más real poniendo en peligro la 'costellada' de toda la vida: la potencia y el peso del término 'barbacoa', una amenaza que puede enterrar las 'costellades' para siempre.

Un capítulo de los Simpsons con un matrimonio de Sant Cugat y un oficinista del polígono Sant Joan haciendo una 'barbacoa' en un jardín de Valldoreix.

Cuando un servidor era pequeño, solo hacían 'barbacoas' la gente de casa bona que tenía una casita con jardín pequeño y una barbacoa de obra, estampada a la pared, gracias a la cual un domingo al mes se convertían en un padre de familia americano que bebe Budweiser, lleva la gorra de un equipo de béisbol y le dice 'buen chico, pequeño' a su perro cuando este le acerca un tarro de ketchup. En general, el resto de mortales en casa tenían una parrilla comprada en alguna ferretería y que de vez en cuando, cuando hacía buen tiempo, servía para hacer una costellada con la familia sin la necesidad de sentirse Homer Simpson. Fuera de casa la cosa funcionaba igual: en época de calçots, la comida campestre cerca del fuego se llamaba 'calçotada', ya que el elemento principal del festín eran los calçots, mientras que el resto del año, por ejemplo en otoño, la comida se llamaba 'costellada', dado que no había todavía calçots y el festín se estructuraba sobre las chuletas, los costillares y las butifarras. El concepto 'botifarrada' nunca se ha utilizado tanto porque desde finales de los ochenta es propiedad de la esquerra independentista -y también de la ANC, desde el 2012- y solo se usa en contextos de comida popular que acaba con actuación en directo de Josep Maria Cantimplora.

Hablo en pasado porque todo eso que parece tan lógico, desgraciadamente, ya no lo es tanto hoy en día. Los catalanes siempre hemos bautizado una comida especial a partir del ingrediente principal de la comida, por eso existen las 'xocolatades' cuando se come chocolate a la taza en un acto infantil de fiesta mayor, las 'caragolades' cuando se hace alguna comida popular a base de caracoles y canciones del Gitano de Balaguer en el hilo musical o las 'mariscadas', uno de aquellos barbarismos tan aceptados como el 'vale' o el 'bueno', cuando de lo que se trata es de darnos atraco de marisco. De un tiempo a esta parte, sin embargo, en el ámbito de les 'costellades' empezamos a virar el rumbo con la perdición de aquellos barcos que son más débiles que el viento o la marea. Primero aparecieron los defensores del término 'graellada', que es precioso y correcto pero tiene el problema que coge el utensilio de cocción -la parrilla- como raíz y motivo del nombre, obviando así el motivo y protagonista de la comida: las chuletas. Como pasa siempre con todo aquello que suena demasiado catalán y tiene un equivalente de peso en castellano, sin embargo, la 'graellada' ha tenido que convivir con la 'parrillada' hasta que finalmente las dos han acabado sucumbiendo delante de la 'barbacoa'.

Una parrilla haciendo hamburguesas a la brasa en un jardín de Mollerussa donde si dices 'barbacoa' te quedas sin comida.

Lingüísticamente hablando, la 'barbacoa' es una bomba con una ola expansiva tan potente como un alioli de aquellos que al día siguiente de comerlo, al llegar a la oficina el lunes por la mañana, todavía remueve la cola y te hace decir buen día con la boca más cerrada que cuando vuelves del dentista después de una anestesia bucal. Solo hace falta poner 'barbacoa' en Google y ver que la mayoría de medios de comunicación catalanes utilizan este nombre para referirse a la comida informal de ingesta de carne, por ejemplo. Desgraciadamente, pues, no hay duda que este concepto ha anestesiado la 'parrillada' y especialmente la costellada, pero con una anestesia tan potente que el peligro de no despertarse es real. El drama todavía es mayor cuando uno se da cuenta de que la otra cosa más buscada en Google es el lugar donde disfrutar de una de estas 'barbacoas', popularmente conocido como 'merendero' aunque nadie acostumbre a zamparse unas chuletas de cordero con chistorra, patatas al caliu y butifarra del perol para merendar, que yo sepa.

Una costellada no es una merienda, pero es que ni siquiera es una comida: es una liturgia. Como tal, incluye incluso un partido de fútbol de pachanga previo que hoy por hoy es el elemento más importante para mantener en vida las costellades. El día que alguien diga "vamos a jugar un partido de barbacoa", el mundo será un lugar más triste y oscuro, como cuando en el Museo Picasso pasas del periodo rosa al periodo azul del pintor y todo se llena de tristeza. Al igual que la pintura del malageño más catalán que ha existido nunca, las costellades también sirven para hablar de los aspectos más primitivos y profundos del alma humana: si el partidito de fútbol de turno se juega con el espíritu de los cavernícolas persiguiendo una presa en vez de una pelota, a la hora de comer hace falta actuar como un ciudadano romano en una bacanal del siglo II, ya que la norma primera de una costellada es que hay que vivirla desde el hedonismo más extremo, tanto si se trata de una comida con copas Riedel o de una comida con vasos de plástico donde se lee "Festa Major Alternativa de Vilafranca 2006".

Un frame del próximo anuncio estival de Estrella Damm donde chicos guapos y pijos que iban a Súnion celebren una costellada.

Después, entre trozo y trozo de carne, iremos pasando estaciones en este viaje ansioso hacia el placer, y entre trago y trago de vino -o de Xibeca, cerveza que en una costellada se convierte en brebaje de culto- el mediodía se irá amansando, el sol irá descendiendo y el tiempo se irá escurriendo, ya que una costellada es principalmente un viaje cuántico en el cual, sin entenderlo, las horas parecen no tener siempre sesenta minutos. Sin saber como, al cabo de un rato habremos llegado al final del trayecto. Algunos héroes echarán una cabezada en la sombra, roncando todavía con un dedito de limoncello descansando dentro del vasito que tienen en las manos: serán los caídos. Después habrá los valientes, es decir, aquellos que seguirán con el gin-tonic o el güisqui sin saber que cada trago de más puede ser un tobogán del cual ni dos toneladas de ibuprofeno eviten el dolor de la caída.

Para acabar, existirán los imprescindibles: aquellos que retornarán al vino a media tarde con la fe y la veneración de quien vuelve a entrar a la iglesia después de hacer a todo el séquito de una procesión. Por suerte, sí, hay cosas en una costellada que no cambiarán nunca: aquel disco de Estopa que vuelve a sonar y hace enloquecer a la parroquia, aquel amigo que tiene una urgencia y pide kleenex antes de esconderse en cuclillas entre unos matorrales para ir de vientre, haciendo un homenaje inesperado a nuestros antepasados del Neolítico, o aquella sensación que quizás al día siguiente hay que trabajar, pero de momento, aquí y ahora, la vida parece perfecta y por eso hay que proteger las costellades: porque más que un sustantivo que define una comida, es un término que describe un maravilloso estado primario de felicidad.