Hoy, día de la Virgen de Montserrat, justo ahora, cuando quizás estás leyendo este artículo, estoy grabando un vídeo cocinando albóndigas con guisantes con Taula per Dos, la página de Instagram de Laura y Alba, dos jóvenes, jovencísimas, creadoras de contenido de cocina. Uno de los fenómenos de las redes es el interés que generan los contenidos de comer, tanto sea de platos servidos en restaurantes como de vídeo-recetas. No deja de sorprenderme que en las librerías los recetarios sigan siendo los líderes de ventas, si cuando buscas una receta lo primero que hacemos —los de mi generación— es entrar a Google, mientras que los de las generaciones más jóvenes optan por Alexa, TikTok o ChatGPT.
En cualquier caso, el sistema de inspiración y aprendizaje actual está en las pantallas. Aquella transmisión oral de madres a hijas que se producía hace un par de generaciones nos queda tan lejos como el sonido de los tam-tam que llamaba a la tribu para los rituales. También nos quedan lejos aquellas libretas que acompañaban el ajuar que aportaban el sabor añorado en casa de los suegros, haciendo de hilo umbilical con la madre cuando la novia sentía una añoranza punzante. Y, por descontado, también están lejos la Teca de Ignasi Domènech, el Sabores, la Marquesa de Parabere y el Cuinar és Fàcil de la Seguí. Aquellos libros de cocina presentes en todas las casas ilustradas (las casas con libros) que hoy hojeamos con nostalgia y con la sorpresa de no saber interpretar las recetas, de no entender ni una pizca, haciendo que las indicaciones sean más ininteligibles que un jeroglífico antes del descubrimiento de la piedra Rosetta.
Todo ha quedado desbancado por las pantallas en las que, paradójicamente, nos sacan tiempo en los fogones, pero también nos hacen tener ganas de coger la cazuela y hacer este o aquel plato tan rápido (aparentemente), sabroso (aparentemente) y bonito. Y yo que me alegro porque todo lo que sea animar a cocinar en las casas es un triunfo. Según mi opinión, dos han sido las claves del éxito: el formato de la red y los creadores de contenido. El formato está acotado por la red (Instagram, TikTok), pero también por el algoritmo, que no es otra cosa que el interés de la audiencia, que es quien realmente manda. Me refiero al límite de los 90 segundos de duración, que ha obligado a los creadores de contenido a ingeniárselas para simplificar las recetas, ahorrándose pasos sobrantes, evitando utensilios y reduciendo la cantidad de ingredientes.
Hoy hojeamos con nostalgia y con la sorpresa de no saber interpretar las recetas, de no entender ni una pizca, haciendo que las indicaciones sean más ininteligibles que un jeroglífico antes del descubrimiento de la piedra Rosetta
Pero el mérito indiscutible es de los creadores digitales, algunos auténticos influenciadores que tienen la capacidad de generar tendencias culinarias. Ahora me meteré en un lío de carnívoros y sé que saldré bien mordida, pero alguien lo tenía que decir. Para la mayoría de los creadores de contenido, la cocina es un mero vehículo para alcanzar su objetivo: tener un buen grueso de seguidores, crear una comunidad amplia y cohesionada para poder monetizar su página, que quiere decir poder vivir y hacer su trabajo. Alerta, seguidores hostiles, eso no lo critico. Todos los creadores tienen el mismo objetivo: vivir de la música, de la literatura, del diseño o de la pintura. ¿Así, pues, por qué menospreciamos los digitales y les exigimos que trabajen gratuitamente?
Hecho el apunte, vuelvo a los influencers culinarios: son, por encima de todo, excelentes comunicadores —tanto en la estética como en el mensaje que transmiten— aunque no sean excelentes cocineros. Este es, precisamente, su gran valor. No dominar la cocina hace que se pongan en la piel de los seguidores, explicando las recetas con cuidado, buscando la manera más fácil de elaborarlas y no perdiendo el tiempo en florituras barrocas. Exactamente, al revés de muchos cocineros profesionales, que tienen las neveras rellenas, maquinaria adecuada y todo tipo de utensilios; y a la hora de mostrar delante de una cámara cómo se ejecuta una receta son incapaces de condensar el procedimiento, presuponen el conocimiento del abecé culinario, se sacan sofritos de la manguera y ensucian más ollas de las que tienen. Los cocineros profesionales (no todos, por descontado) hacen que su cocina parezca irreproducible en casa, inaccesible, compleja, atornillada y, sin quererlo, asustan a la gente y la hacen sentir incapaz y poco preparada para cocinar. En definitiva, alejan a la gente de la cocina.
Hoy soy muy feliz de cocinar con Alba y Laura, de Taula per Dos. Soy feliz porque a través de esta cuenta de Instagram, estas jóvenes, jovencísimas, animan a su comunidad de seguidores a cocinar platos de nuestro patrimonio culinario. Cocinamos (y grabamos) a las once y cuarto unas albóndigas con guisantes mientras escuchamos a Mama Dousha que canta La Moreneta es sexi y pienso que nuestras cazuelas y nuestra cultura tienen futuro.