Una de las señales de la derrota occidental es la pérdida de confianza en el pan. Además de soportar el estigma dietético que, como un monigote de papel, le han colgado, nos hemos quedado escarpados entre dos extremos. Por una parte, tenemos panes que son productos industriales, de panificadora de polígono, precocidos, congelados, hechos de cualquier manera y en poco tiempo, que llegan al consumidor por todas las vías posibles: gasolineras, supermercados, tiendas de las que no cierran nunca.

Por la otra, hay panes exquisitos, de artista, hechos con harinas exóticas, elaboraciones sofisticadas y fermentaciones de fantasía, pero poco apropiados para el día a día. El terreno del medio ha quedado yermo. Estaba donde había los panes de horno, hechos cada día, de madrugada, con traza, tradición y conocimiento, con la voluntad de servir un alimento básico, el más digno y necesario de todos. Un trabajo duro y poco reconocido.

Fleca Ca la Xata / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

Además de soportar el estigma dietético que, como un monigote de papel de inocentes, le han colgado, nos hemos quedado escarpados entre dos extremos: los panes industriales y los de artistas

En los pueblos pequeños la gente se hacía el pan. Todavía hay casas donde encuentras el horno, la amasadera, los cajones donde la masa crecía hasta estar a punto. El pan se hacía cada semana o cada quince días. Ahora, sobre todo después de la pandemia, hay una pequeña legión secreta de panaderos domésticos, más bienintencionados que exitosos. En algunos pueblos, más grandes, alguien se dedicaba a hacer el pan para todos los vecinos y también para los pueblos de los alrededores. Poco a poco, pero de manera inexorable, estos hornos se han vuelto residuales. Han ido cerrando de uno en uno y, cuando se apaga la llama, ya no se vuelve a encender.

Mientras haya pan, hay esperanza / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

Los milagros sí que existen

Pero a veces se produce un pequeño milagro. En Estamariu, en el Alt Urgell, a diez kilómetros de la Seu, ha abierto la Fleca Ca la Xata. Quim Sánchez y Esther Masana, que tenían hornos en Terrassa, han empezado una aventura vital: dejar la gran ciudad y recomenzar en un entorno radicalmente diferente. Demasiadas veces no te das cuenta de que echabas de menos una cosa hasta que te lo ofrecen: panes y pastas honestos, sabrosísimos, de los de toda la vida, hechos con oficio y vocación. Los de Ca la Xata repartirán el pan, desde la semana entrante, a tres zonas de la comarca, en una iniciativa que repercutirá en la calidad de vida de los vecinos, que han visto cómo se ha transformado —y generalmente siempre hacia peor—, en un proceso de decadencia que parecía irreversible. Pero no todo está perdido. Mientras hay pan hay esperanza.