El Departament de Acció Climàtica de la Generalitat ha hecho unas declaraciones que han levantado polvareda y han causado bastante alboroto. Se está redactando el reglamento que hará aterrizar la Ley de la Prevención de las pérdidas y el despilfarro alimentario (3/2020 del 11 de marzo) y se plantea la posibilidad cierta de sancionar económicamente los establecimientos de restauración que no lleven un control de la cantidad que malbaratan o que superen la cantidad permitida. Traducido, significa que de aquí muy poco tendremos que pesar la basura. Sí, tendremos que pesar, anotar y justificar lo que tiramos.
La base de nuestra despensa en la basura
Esta medida habría dejado boquiabiertos a los grandes chefs de antaño que nos legaron un recetario, todavía vigente, a los cuales no se puede empezar a hilvanar sin las partes de los alimentos que, precisamente, no son comestibles: huesos, espinas, cabezas, pieles, grasa... y son el punto de partida de los caldos y de las salsas. ¡Si justo aquello que no podemos comer es la base de la grande cocina, imagínate qué tacos nos dedicarían si nos vieran cómo y qué tiramos hoy en las cocinas profesionales! Sí, con el loable objetivo de poner en el plato solo las partes más selectas y bonitas de los alimentos, tiramos una cantidad de nutrientes, sabor y esfuerzo que, con todas las letras, tildo de indecente.
Vamos por partes: en la basura de las cocinas profesionales encontramos tres tipos de residuos. Por una parte, lo que vuelve del comedor, aquello que el cliente no se ha comido, no se ha acabado que, por descontado, tiene que ir de pedo a la basura. Por otra parte, los alimentos y las preparaciones culinarias que han estropeado por razones diversas: errores en la previsión de ventas, descoordinaciones entre el comedor y la cocina o mala gestión del estocaje, o sea que no controlamos bien la nevera o la despensa y se nos estropea la comida. Esta última causa de despilfarro es la más punible porque es consecuencia de la negligencia del equipo de cocina.
Pero todavía queda un tercer tipo de residuo: lo que descartamos cuando preparamos los alimentos para ser cocinados, cuando limpiamos, pelamos y cortamos las materias primas. Fuera de lo que ciertamente nos puede hacer enfermar, el resto de lo que, con rotundidad, descartamos para "no ser comestible" solo es una apreciación coyuntural y cultural. Solo tenemos que recordar que en el centro de la Península tiran los níscalos porque "no son comestibles" y nosotros tiramos los tallos de la cebolla tierna que, en cambio, son un ingrediente fundamental de los asiáticos para dar frescor a los platos. Nuestros abuelos y bisabuelos comían ortigas (y, ahora, nosotros también) porque hubo épocas que no podían escoger si preferían comer ortigas o pare.
Reaprovechar para reencontrar sabores
De manera que, aparte de una sanción, se nos presenta un reto y una oportunidad para revisar todo aquello que tiremos cuando limpiamos, pelamos y cortamos los alimentos, con el objetivo de reducir el volumen de la fracción orgánica, pero también con la ilusión de reencontrar sabores y de crear nuevas propuestas gastronómicas. Con las pieles de patata que siempre habíamos tirado, ahora las freímos y son un aperitivo que sorprende y celebran los clientes. La parte blanca de la sandía es la base de una exquisita mermelada, la piel crujiente del pollo es una delicia, la piel del bacalao es fundamental para ligar el pilpil, con el bazo de la sepia, los fideos son de otra dimensión... y podría enumerar todos los "recuperados" exitosos hasta aburrirnos. No todo son éxitos, como aquel fracasado estofado de pieles de plátano que me hizo comprender por qué no se las comen ni los monos.
Hemos perdido la cultura del aprovechamiento, no solo por la abundancia de alimentos que tenemos al alcance o por la tiranía estética culinaria, sino porque en las cocinas profesionales también se ha hecho alguna gamberrada. Recuerdo el comentario crítico habitual de algunos clientes, en referencia al hecho de que en los restaurantes era mejor no comer croquetas o canelones porque, vete a saber, con qué y cómo estaban hechos. Y esta es una crítica injusta porque si hiciéramos las croquetas con las dos pechugas de pollo que nos han quedado, comerían dos clientes. La restauración siempre las hemos elaborado con producto específicamente comprado para hacer las croquetas y los canelones, y no con las sobras. Lo tengo que decir porque la susceptibilidad y la desconfianza está servida.
El resumen de todo podríamos decir que es una amenaza y una oportunidad. Amenaza para los más leñeros, con que se verán asediados por la justicia (poética, se me atrevería a decir) y oportunidad para los más concienciados, que tendrán al alcance la necesidad no de tan solo de aprovechar más, sino de hacerlo mejor, es decir, con más inquietud gastronómica. Para todos juntos, lo que toca es afilar los cuchillos y calibrar bien las básculas, ajustar la técnica y reforzar la ética culinaria.