Todos llevamos a un padrino paleolítico dentro. Un digno representante del pleistoceno. Del paleolítico inferior, medio o superior, en eso no tendría que haber diferencias. Un auriñaciense, un magdaleniense, un aziliense, nos es igual la marca o franquicia concreta. Todos nos convertimos, a la que caen cuatro gotas, no hace viento y hace un poco de sol, en unos perfectos cazadores–recolectores. Más recolectores que cazadores, todo se tiene que decir. Aquella debió ser una época difícil, porque alguien tuvo que ser el primero a probar una harinera borda y comprobar, en carne propia, que era venenosa y que habría sido mejor dejarla estar allí donde estaba, porque las setas son criaturas misteriosas, de una mayúscula biología.

Pero suponemos que hemos adquirido, a base de aplicar el método de prueba-error, el conocimiento necesario, la experiencia mínima para no intoxicarnos. Salimos, pues, a fuera donde tenemos el campamento, nos ponemos la capa de piel de conejo, levantamos la cabeza, olemos el aire y decimos, mientras aplastamos un piojo con los dedos: «ojo, huele a níscalos». Nos sentimos depositarios de una ciencia arcana, sacerdotes iniciados en un culto de raíces remotas. Obviamos que, sobre todo desde aquellos nefastos episodios televisivos de Caçadors de bolets, la ancestral microfila catalana llegó a unos puntos insostenibles. Fue de un pelo que, por cada níscalo disponible bajo un pino encarnado, había una docena de espectadores dispuestos a cortarte el cuello antes para poder capturarlo y volver a casa con el trofeo. Ahora quizás se ha moderado aquel acceso de fiebre o, cuando menos, hacemos ver que no la sufrimos.

Un manojo de variedades de setas / Foto: A.V. y M.F.

Todo eso para justificar el pensamiento de que los montañeros que pasan los doce meses del año en la montaña son los únicos con derecho a buscar setas. O como dicen los gerundenses, ir a (a)cazarlos. Los únicos, quizás no, pero sí que estamos convencidos de que nuestro interés es más legítimo, una preeminencia, un privilegio como lo que otorgaban en los monasterios los reyes carolingios. Sobre todo porque nos pensamos que conocemos mejor que nadie los recovecos donde crecen, guardamos celosamente el plano —como si fuéramos Long John Silver- con el emplazamiento del perrechico familiar. También, además, porque nos recreamos en el uso de la terminología local.

Foto: A.V. y M.F.

Armados, pues, con esta panoplia de sólidos argumentos, finalmente vamos al bosque. Todos los astros se han alineado. Se tiene que ir con el corazón lleno de esperanza, pero también con la conciencia zen que no pasa nada si alguna vez vuelves con la cesta vacía. Y realmente este año no hay setas. Todos pequeños, malos o golpeados. Bien, alguno sí que hay, pero no muchos. Cuatro níscalos clásicos («orejas de señorita impregnadas de pinaza», como decía Josep Pla). Patas de perdiz, alguna vid rechoncha, rebozuelos de un amarillo brillante. Patas de perdiz. Y, si nunca salieran muchos, también diríamos que no se hacen, con la vana esperanza de que nuestra afirmación serviría para disuadir a alguien, que se lo pensaría dos veces a la hora de ponerse las chirucas.

Setas en el Pirineo catalán / Foto: A.V. y M.F.

Es triste tener que reconocerlo, pero el espíritu del buscador de setas es egoísta, insolidario, un poco tacaño. No nos hace mejores personas. Nos pierde la ambición. Miramos de reojo la cesta de la competencia, a ver si lleva más o menos que nosotros. Tenemos marcado el límite nada avaricioso de la comida —medida consistente en coger solo los que son estrictamente necesarios para el consumo familiar inmediato— y, a la hora de la verdad, nos volvemos unos monstruos, unos acaparadores. Llenaríamos cestas y más cestas, los venderíamos a marchantes instalados a la palanca de la Seu y, con lo que nos habríamos sacado, compraríamos calcetines de lana y jerséis en la feria de Sant Ermengol para pasar el invierno calentitos. Ay, si dependiera de nosotros: los recogeríamos todos y no dejaríamos ni a uno de muestra para nuestro querido Marc Casabosch, que debe ser el número uno del gremio. No tenemos que admitir nunca el fracaso. Cestas vacías. Pero habremos hecho, y gratis, un buen baño de bosque. Y eso sí que no te lo sacará nadie.