Como era de cierta la sentencia vehemente que hacía mi padre cuando decía que la división de la península Ibérica en comunidades autónomas era ficticia. Lo que realmente nos diferencia, decía mi padre, es la manera de cocinar. En el norte de la Península, guisamos, somos el territorio de las cazuelas. Dominamos la técnica del enrubiado del corte, somos unos artistas del sofrito y tenemos traza con la picada. Entendemos las medidas inexactas y el aroma durante la cocción nos guía para saber que el estofado es al punto.
Cuando cocinamos estos platos no estamos solo haciendo comida, cada cucharada de fricandó, de sepia con guisantes, capipota, calamares rellenos o guiso de judías nos hace recuperar una escena, revivir un recuerdo o volver a un tiempo que nos genera una nostalgia infinita. Este es el poder evocador de la cocina. Por eso es tan importante preservar nuestras cocinas porque son uno de los rasgos identitarios más firmes, nos arraigan en el territorio y graban a la memoria momentos que rescataremos cuando más adelante tengamos que oírnos en casa.
Lo que realmente nos diferencia, decía mi padre, es la manera de cocinar. En el norte de la Península, guisamos, somos el territorio de las cazuelas. Dominamos la técnica del enrubiado del corte, somos unos artistas del sofrito y tenemos traza con la picada
Hace unos días, en las redes sociales, un medio colgó un trocito de una entrevista en la que yo explicaba eso mismo. Cabe decir que recibí por todas partes. Estoy acostumbrada. A menudo recibo fuerte porque soy tozuda en el hecho de que mi lengua sea la prioritaria en mis redes. Me critican que no se me entiende. No me lo dicen con estas palabras, sino con otras más gruesas, que no quiero escribir aquí para no ensuciar el texto. La entrevista era en catalán y, sorprendentemente, todo el mundo la entendió. Si es para hacer leña, sí que se entiende. El trocito de la entrevista era incompleto y la interpretación que se hizo es que solo los catalanes sabemos guisar, menospreciando el resto.
A ver, no hace falta que diga que se guisa, se asa, se hierve y se fríe por todas partes, de Barruera a Torrelodones y de Dos Hermanas a Ponferrada. Y ya que estamos, se guisa, se asa, se hierve y se fríe en República Dominicana, en Nueva Zelanda y en Noruega. Y por descoyuntar el malentendido, volveré a empezar el artículo.
Mi padre decía que la península Ibérica se divide en las maneras de cocinar. Si nosotros guisamos, en el centro está donde saben asar, donde encontramos los asadores, que no se encogen delante de grandes piezas de carne. Será por el intenso frío del invierno que les hace tener unas chimeneas descomunales, será por las inmensas extensiones del suelo por donde salvan grandes piezas, será porque saben dialogar con el fuego. No sé la razón, quizás algún antropólogo me lo sabe explicar, lo que sí que sé es que consiguen la difícil pirueta de una carne que parece mantequilla envuelta de piel tirante que cruje al morderla. Esta es su alquimia, su magia. A los viajes que he hecho a Castilla he entendido por qué nosotros decimos aquello que "son mejores las patatas que el corte". Lo decimos porque, a menudo, el corte es corcho y las patatas se han bebido todo el zumo, la esencia de la pieza. ¡Cuántos pollos secos he comido en nuestra casa!
Si queréis comer frituras como Dios manda enfilad hacia el sur de la Península. Allí sí que la tocan. Diría que el secreto es ser tierra de olivos y, por lo tanto, no les pica gastar aceite. Se tiene que freír a temperatura alta, en una cazuela pequeña y llena de aceite, a fin de que la pieza rebozada parezca exactamente que está bailando una sevillana. El resultado es un crujiente externo nada aceitoso que atrapa un interior meloso. Después del primer mordisco cuesta reprimir un grito eufórico. Aquí, en casa, freímos en una sartén (error), con un dedo de aceite (error) que se enfría rápidamente cuando ponemos el trozo (error, error y error). No sabemos asar, no sabemos freír, pero las cazuelas serán siempre nuestras.