Esta historia empieza hace mucho tiempo y muy lejos de aquí, como empiezan todas las grandes historias. Concretamente en la ciudad de Focea de la antigua Grecia, cuna de la civilización occidental. De su puerto, pobladores griegos se aventuraron Mediterráneo hacia el oeste hasta llegar a las costas de nuestro litoral y fundar una colonia: Emporion, que en griego quiere decir 'mercado'. No sé si a los catalanes nuestra fijación por saber que "la pela és la pela" nos viene de entonces, pero sí que sé que parte de nuestra identidad como país vinícola nos viene de allí, ya que con la llegada de los griegos, los indígenas de la zona se volvieron productores de bienes de consumo que intercambiaban con los helenos por productos preciados. Uno de ellos, evidentemente el vino, introducido unos cuantos años antes en la península Ibérica por otros pobladores del Mediterráneo más antiguos que los focenses: los fenicios.
El yacimiento vinícola más antiguo conocido en nuestra casa es el de La Font de la Canya, en el Alt Penedès, por lo tanto el cultivo de la viña en el territorio del actual Catalunya no nació en lo que hoy conocemos como Empúries, pero sí que es verdad que fue en Emporion donde el vino se convirtió por primera vez en un elemento de la economía y una bebida social asociada al hedonismo. Por eso es una lástima que hoy, tantos siglos después, el concepto 'mediterráneamente' esté mucho más asociado a una bebida como la cerveza que no al vino, ya que si alguna cosa nos enseñan los libros de Historia Antigua es que después de milenios de nomadismo, vivir en la cuenca del Mediterráneo supuso la manera más lógica de hacerse sedentario, plantar bandera y crear una sociedad. Por eso, mucho antes de que fuera sinónimo de hacer paellas instagrameables cerca de la playa mientras alguien hace fotos con una cámara analógica, la mediterraneidad resultó ser principalmente la mejor opción que los humanos podíamos escoger para prosperar. Para crear un mundo a medida. Para vivir felices.
Els turistes es fan fotos on tu i jo vam esmorzar
Todo eso que he escrito en el primer párrafo me lo debió explicar mi profesora de Sociales en 2.º o 3.º de ESO, pero la verdad es que lo recordaba vagamente. Me gusta tanto la Historia que de más jovencito, en caso de tener una primera cita, me tenía que autocensurar para no meter una tabarra de hora y media sobre yo qué sé, los Hechos de Mayo del 37 en el edificio de la Telefónica de plaza Catalunya. Sin embargo, reconozco que la Historia Antigua siempre me ha parecido más tostón, por eso todavía tiene más mérito lo que Romina Ribera, directora de Glops d'Historia, consiguió hace unas cuantas semanas: hacerme vibrar durante casi dos horas mientras me explicaba la historia del vino en relación con Empúries. El reto no era sencillo, ya que además hacía una tramontana de mil demonios que casi nos hace volar por los aires y la treintena de personas que estábamos allí, creo, estábamos dispuestas a aguantar todo el viento que hiciera falta no precisamente por recibir lecciones wiquipédicass, sino para mamar vino del Empordà mientras nos explicaban la historia. Sorprendentemente no fue así, sin embargo.
Es muy meritorio hacer una actividad del Festival Vivid denominada Bibendum: atardecer de vino en Empúries y que, al acabarse, el público asistente se lamente de su finalización, y no precisamente porque tenga ganas de seguir embriagándose con copitas de vino. Hablar de Historia es siempre fascinante y magnético, pero ligarla con el mundo del vino y hacer que el vino sea el hilo conductor para explicarla está al alcance de muy pocos, ya que no todos los sumilleres son aptos para explicarte de quién eran los íberos y no todos los historiadores saben definirte con un solo trago el carácter de una garnacha negra proveniente de una parcela de viña en Sant Climent Sescebes. Por suerte, Glops d'Historia hace fácil lo que parece difícil y se dedica a hablar de vino gracias a la Historia, o quizás tendría que decir hablar de Historia por culpa del vino, por eso aquella noche recorrimos los espacios más emblemáticos de las ruinas de Empúries aferrándonos a una copita, claro está, pero sobre todo a la voz de Romina Ribera explicándonos con un tono coloquial, próximo y casi monologuístico qué era aquello que veíamos, aquello que bebíamos y aquello que bebían hace siglos los que vivían y desayunaban allí donde ahora, los turistas como nosotros, hacíamos fotos.
Las ruinas, con vino, parecen menos muertas
"Cuando destapamos una botella de vino, hacemos tragos de historia que han dibujado nuestro paisaje", dijo Romina al inicio del recorrido, e inmediatamente pensé en todos los Mercedes-Benz Clase E que poblaron las calles de mi pueblo en los años noventa, cuando yo era pequeño y mi paisaje diario era ver coches de rico conducidos por campesinos que no paraban de hacer cuartos vendimia tras vendimia vendiendo kilos de merlot a un precio que hoy es impensable. Cada uno tiene los referentes históricos que tiene, qué queréis que os diga, y es lógico que la buena gente del Empordà sienta predilección por el mundo antiguo y se atrevan incluso a representarlo, tal como hicieron los dos actores de Empordà Catherva, la empresa responsable de transformar la historia del yacimiento en una teatralización didáctica, con gente vistiendo túnicas blancas, mujeres que parecen la diosa Atenea y guiones con más gancho que el 90% de los programas actuales de la parrilla televisiva de TV3. Hacer que un espacio lleno de piedras antiguas y muertas se convierta en un escenario teatral es siempre bonito, pero si además puedes sentarte sobre una piedra de hace 2.600 años a disfrutar del espectáculo con una copa de vino en la mano, la experiencia es tan fabulosa que incluso te olvidas del viento.
Cuando eso pasa, una de dos: o ya has empezado a parar a medio loco, como Dalí, o es que el vino es muy bueno. En el caso particular de un servidor, diría que ambas opciones son correctas, ya que los tres vinos que configuraron la actividad fueron un descubrimiento francamente agradable. El primero, Verd de Albera, de la bodega Martí Fabra, era una mezcla de macabeo, garnacha blanca, muscat y sauvignon blanco, por lo tanto me hizo temer que fuera uno de aquellos blancos dulces, fáciles y frescos que siempre gustan a todo el mundo menos a mí, pero sorprendentemente resultó ser un vino interesantísimo, fermentado en tinas de hormigón y vinificado allí, en reposo, durante 9 meses. Después pasamos al Microvi Garnatxa Negra'19 de la bodega La Vinyeta, un monovarietal procedente de viñas viejas del cual me habría bebido tres copas, cosa que evité con el fin de no acabar vestido con túnica helénica y recitando algún pasaje de La Eneida sobre los mosaicos de algún domus. El último vino, sin embargo, no ayudó nada a frenar mi irremediable deseo de asumir la preciosa locura ampurdanesa, ya que la Garnacha Jove de la bodega Marià Pagès, un vino dulce Medalla de Oro en el concurso Grenaches du Monde 2020, me tocó más la fibra que el bonito atardecer que pudimos apreciar desde el Templo capitolino de la ciudad romana de Empúries.
Eso es la mediterraneidad, pensé mientras observaba el sol cayendo, dorado y eléctrico, dentro de mi copa de vino dulce ligeramente anaranjada: vivir inmersos en pequeños contrastes que, como todos los contrastes, nos generan placer. De todos estos placeres, además, el vino es el más genuino, autóctono y representativo de esta forma de entender la vida, ya que la viña, como el olivo, reclama un tipo de clima concreto para existir y que se genera más o menos a 40 grados meridionales del ecuador, ya estén hacia el sur, como Sudáfrica, Australia o Argentina, o hacia el norte, es decir, desde donde debes estar leyendo este artículo. El vino, pues, es tan mediterráneo y sexi como las calas naturales de agua cristalina de algún rincón de la Costa Brava, las islas Cícladas o la costa maltesa. Es tan mediterráneo y sexi, también, como los campos frutales llenos de limoneros, naranjos, avellanos o algarrobos que pueblan los paisajes de nuestra casa, el Magreb o el Líbano. Es tan mediterráneo y sexi, en definitiva, como las calles llenas de gente y las noches de verano tomando el fresco, sea hablando en catalán, en francés, en griego, en castellano, en napolitano o en hebreo, por eso, cada vez que abrimos una botella de vino, tendríamos que comprender que somos lo que somos gracias a aquellos antepasados que hace miles de años llegaron aquí y dijeron "nos quedamos", ya que aunque no lo digan los anuncios de cerveza, si mediterranear fuera un verbo, se conjugaría bebiendo vino.