Ver como aquel hombre pasta el pan, cómo filetea las lubinas, cómo toca los melocotones para saber si son lo suficiente maduros, cómo palpa los jamones para decidir si ya los puede poner en el escaparate me hace subir los decibelios de manera considerable. Quiero y deseo que aquellas manos grandes, diestras, firmes, seguras, aseadas y precisas me magullen, me cambien, me pongan sobre el mostrador y me trabajen con aquella contundencia delicada que los maestros saben medir de tantos años de aprendizaje, conocimientos y práctica. Es la erótica de los oficios. Son pensamientos lúbricos que me atacan mientras hago cola en la charcutería de toda la vida de mi pueblo.

No es solo el dominio de las herramientas, la seguridad con que trabajan ni la precisión del corte, sino que es el respeto y el amor al producto, tratándolo con delicadeza reverencial, lo que me pone en mil. Aquellos brazos gruesos como el tronco de un roble, duros como piedras de rompeolas y fuertes como una barra de hierro, tratan el producto con una ternura infinita. Los maestros de cada oficio aman a los alimentos, saben que no hay ningún utensilio ni ninguna mano que transforme una mala carne en una buena longaniza. Veneran a la diosa Materia Prima porque sin su gracia no podrán sobresalir y toda su dedicación, conocimientos y arte serán tirados en el cubo de la basura no reciclable de la vergüenza.

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Una carnicería y la erótica culinaria / Foto: Unsplash

Estoy preparada para recibir todas las críticas, pero por lo que no estoy nada preparada es para ver desaparecer uno de los oficios ancestrales de nuestra cultura alimentaria. Un oficio que fue fundamental para la subsistencia y autosuficiencia de un ecosistema histórico, la masía. Un oficio que, aprovechando hasta el último añico del animal y haciendo un uso sabio de la climatología, consigue hacer la preciada despensa para garantizar el abastecimiento de proteína durante las temporadas más magras de cultivo y reproducción. Un oficio que transforma la delicada y perecedera carne fresca en embutidos seguros y viables para ser transportados a las grandes ciudades.

No estoy nada preparada para ver desaparecer uno de los oficios ancestrales de nuestra cultura alimentaria: un oficio que fue fundamental para la subsistencia y autosuficiencia de un ecosistema histórico, la masía

Sí, todo de lo que hablo hace tufo de enrarecido, viejo, me diréis. Eso ahora ya no nos tiene que preocupar, también me diréis. Cierto es que la mejora de los medios de transporte y de la tecnología del frío ha facilitado el abastecimiento de fresco en la ciudad y ahora podemos disfrutar de carne fresca durante todo el año, sin tener que hacer despensa. Las antiguas técnicas de conservación pierden su sentido, pero, por suerte, se siguen elaborando porque nos gusta el sabor. Por eso es importante mantener el oficio de charcutero.

Hace exactamente veinte minutos que espero desde que haya cogido el número de la máquina expendedora de tandas que ya hace años tuvieron que instalar porque el clásico “quién es el último” generaba un montón de suspicacias y conflictos, de tanta gente que siempre tienen. Sí, la charcutería del pueblo siempre está llena de clientes. Quizás a la clientela también se les acelera el pulso, se les enciende la luz roja o se funden como la mantequilla ante los movimientos ciertos y firmes del charcutero, pero creo que más bien la razón de la concurrencia y la fidelidad es que valoran su trabajo y confían en su producto porque saben que el maestro charcutero nunca les engañaría. A pesar de la clientela y la buena salud económica, el negocio tiene los días contados. El dueño se ha hecho mayor, en nada se jubila y no tiene relevo generacional y cada día hay menos aprendices del oficio. Dicen que es mucho trabajo, mucha dedicación, muchas horas invertidas y poco prestigio social.

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Trabajadoras de una carnicería del barrio de Gracia / Foto: Sergi Alcàzar

Y este escenario no es exclusivo de los charcuteros, sino que es común a casi todos los oficios, también fuera del ámbito alimentario. Me dicen que siempre doy la tabarra con el mismo tema. También me dicen que tanto es que mueran los charcuteros artesanos, porque con tantas fábricas de embutidos como hay nunca no nos faltarán las longanizas y jamones. A ver, cuando hablamos de mantener el oficio de artesano charcutero, hablamos de lo que es fundamental: los matices particulares en el sabor de cada embutido. Pero también hablamos de impacto social, económico y medioambiental. Hablamos de mantener los trabajos y fijar población al territorio, de reparto de los recursos económicos, y de producción y comercio de proximidad. Y también hablamos de mantener el afán emprendedor que nos caracteriza.

Y ya que estamos, y aunque pueda parecer que no tiene nada de importancia, también hablamos del respeto a un legado de conocimiento que se ha gestado durante siglos, adaptándose a cada momento y situación. Hablamos de patrimonio, de tradición, de raíz y de sentimiento de pertenencia. Hablamos de sabiduría, en definitiva. ¿Y si perdemos a los maestros charcuteros, a mí quién me hará soñar al ser ligada con unas butifarras?