Hay un hecho evidente que no todo el mundo tiene lo suficiente presente a la hora de considerar el hecho quesero en nuestra casa: la tradición se quebrantó. Antes, los pastores en los ordeñaderos, en el verano, y los padrinos, en las casas, hacían aquellos míticos quesos serrados de oveja (los que las astutas autoridades andorranas enviaban por docenas a las cortes de Versalles y a Madrid para ablandar voluntades). Cuando alguno se estropeaba, pues mira, añadían un poco de aguardiente y ave, lo reconvertían en queso de puchero, poderosísimo antiséptico.

Todo eso se restañó con la llegada de la modernidad y sobre todo con la leche de vaca —importadas de Suiza. Josep de Zulueta y la Cooperativa Cadí transformaron el paisaje y consiguieron dar un poco de cuerda a un campesinado atropellado por la filoxera. A cambio, los procesos de elaboración de quesos se industrializaron: productos de gran calidad, sí, pero que desconectaron del todo con la tradición. Que hacíamos quesos como si estuviéramos en Países Bajos, vaya.

Así, al final de los setenta, los jóvenes neo-rurales que huyeron de la ciudad para intentar ganarse la vida cuidando a un pelotón de cabras y haciendo queso tuvieron que empezar de cero, en un proceso de prueba y error. Quien quiera recuperar esta historia apasionante haría bien en leer o releer Serrat Gros. Historia de un queso pirenaico (Garsineu, Tremp, 2014) para darse cuenta de hasta qué punto fue difícil reinventar una tradición perdida. Hacer queso es una ciencia arcana: intervienen tantos factores —químicos, biológicos, ambientales...- que es maravilla que nuestros productores artesanales, que dependen del ciclo de lactancia del ganado, de la calidad de los pastos, del saber hacer y de quien-sabe-las cuántas eventualidades más, puedan ofrecer productos homogéneos reconocibles y con el carácter del terroir que hace que cada quesero y cada queso sea único e inimitable.

A cambio, los procesos de elaboración de quesos se industrializaron: productos de gran calidad, sí, pero que desconectaron del todo con la tradición. Que hacíamos quesos como si estuviéramos en Países Bajos, vaya.

Pero a este resultado, como es lógico y natural, no se ha llegado por ciencia infusa ni por la gracia del Santo Espíritu. Muy pronto se tuvo la certeza de que era necesaria formación. Teórica y práctica. Una escuela de hacer quesos, vaya. En nuestra casa, eso se ha cuidado sobre todo la Escuela de Capacitación Agraria del Pirineo, que está en Bellestar, en el corazón del Urgellet. Hace treinta años, y de la mano de Nati Valls, bióloga y veterinaria, hija de Barguja, el fenomenal balcón del Baridà sobre el Cadí, empezaron a organizarse cursos. Primero, de manera informal. Muy pronto, sin embargo, de acuerdo con las universidades —la de Barcelona, la de Lleida, la Politécnica—, para armonizar el plan de formación.

Hacer quesos en la Escuela de Capacitación Agraria / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

La filosofía era hacer cursos breves, con una duración máxima de una semana, y poder ir enlazándolos y enlazando hasta llegar a formar un currículum que se hiciera decir sí señor. Además, subvencionados para que todo el mundo pudiera acceder. Se empezaba por un curso básico, de iniciación, el abecé del oficio, con los rudimentos de la elaboración, como tienen que ser las instalaciones. Y se seguía con uno muy importante: aprender a valorar, a probar, a ser crítico con el queso propio y con lo que hacen los otros. Y, a partir de aquí, todo el resto: cómo hacer queso de pasta blanda, de pasta prensada. Especializaciones en azules, yogures y requesones... Y atención, también hacen cursos sobre el afinado, que hoy es —dice Nati— «el talón de Aquiles del oficio de quesero». Se da una atención particular en la vertiente sanitaria: el trabajo de la leche es delicadísimo, y solo con que haya una mínima mala práctica se puede estropear el producto. Todo eso se tiene que conseguir sin paralizar el ciclo con normas absurdas y garantizando en todo momento el control.

Los profesores tienen que tener la doble condición —que no siempre se da— de ser expertos en la materia y ser didácticos. Nati coordina los cursos, está siempre atenta a las necesidades del sector, traduce y si nunca conviene hace las fotocopias. El factótum. Por los cursos han pasado a un millar de alumnos: se puede decir que todo el mundo que hace quesos de manera profesional en este trozo de país ha desfilado alguna o algunas veces —y no es extraño ver como hay alumnos que hacen dos veces el mismo curso para acabar de empaparse en los misterios de las cuajadas ácidas.

Y la formación se nota y tiene reconocimiento. Por ejemplo, algunos de los productores que se han formado en el ECAP han conseguido uno de los World Cheese Awards, con quesos de pasta láctica —aquellos de cabra en forma de pirámide truncada, para entendernos. He aquí el panorama. El futuro está garantizado —Nati es moderadamente optimista— siempre que se supere el problema que ahora oscurece (confiamos en que sea solo un accidente) el mundo del queso catalán: la falta de leche. Explotaciones que terminan, falta de relieve generacional. Pero da igual. Como dijo Dant (Paradiso, 12.3): «Viva la pera limonera / viva la leche del Urgellet».