El otro día tuve la oportunidad de comer lamprea en el restaurante Enigma. La receta consiste en la salsa de guisar la lamprea a la bordelesa y unas finas láminas de trufa que se remojan en la salsa. Es un gran plato que hace coincidir dos productos raros (cuándo son de calidad). De hecho, la lamprea lo es mucho, de rara, sobre todo visualmente: a la pobre todo el mundo le dice que es muy fea e incluso hay gente a quien le da grima comerla justamente por eso. Siguiendo esta lógica, me preocupo porque pienso que estos son, también, los que cuando dicen que se comerían a un niño porque lo encuentran muy mono, lo dicen de verdad.
Sea como sea, la lamprea presenta una imagen rara. De perfil parece una anguila, que tampoco es el animal más afable a la vista. Pero la verdadera sorpresa llega cuando le vemos la cara: si se hiciera un selfie, no se sorprendería con uno papada pronunciada sino con una boca circular llena de dientes que parece extraída de las peores pesadillas o del desagüe de la piscina, que así me la imaginaba de pequeña que era, y por eso, cuando me acercaba, apretaba el ritmo en caso de que aquella cosa me chupara sin ninguna piedad. Y eso es lo que hace la lamprea: con todas estas filas de dientes, se engancha al huésped y bebe la sangre, y con los labios hace ventosa para no caer, y con la lengua hace un vacío, como si fuera una jeringa, y así va succionando y succionando. Es la garrapata de los ríos. Pero un respeto por la lamprea, porque estaba aquí mucho antes que nosotros, hace 470 millones de años.

La lamprea nos confronta con una historia más antigua que la misma humanidad y su apariencia cae fuera de toda regla estética que nos sea fácil de comprender. Es un extraterrestre. Cuesta de entender. ¿Y por qué comemos lamprea? Por el mismo motivo que hay un pequeño perro blanco en el extremo inferior derecho de un cuadro de Canaletto que forma parte de la colección permanente de l'Alte Pinakothek de Múnich, 'Santa Maria della Salute e la Riva degli Schiavoni en Venezia' (1736-1738): porque sí. Quizás es la cosa más fea que comemos y en este lado del mundo ya no nos gusta saber que nos comemos una cosa fea. Al mismo tiempo, parece que nos gusta comer cosas bonitas, pero después miramos hacia otro lado y preferimos no ver ninguna o ignorar cómo son de adorables aquellas criaturas de animal que trituramos y engullimos a menudo. Somos devoradores de belleza.
Hemos decidido comérnosla cocinándola de una manera que parece de justicia poética, como una especie de venganza gastronómica
Volvemos a la lamprea. De momento, y por falta de otros registros fósiles, se cree que fue uno de los primeros vertebrados con un sistema nervioso central definido. Aparte de comerla, al menos, desde la época de los romanos, la lamprea ha servido para estudiar la evolución animal, o sea que poca broma. Y por si todavía fuera poco, fue la única superviviente de la clase hyperoartia: Legendrelepis, Hardistiella, Mayomyzon, Pipiscius y más familia, descansen en paz.
De carne dura, resbaladiza y terrorífica, la lamprea tiene un cerebro que aquello que mejor hace es olfatear para comer y reproducirse, dos tareas que resumen su función en la vida. Por algún motivo, nosotros hemos decidido comérnosla cocinándola de una manera que parece de justicia poética, como una especie de venganza gastronómica: si la lamprea pasó la vida sorbiendo sangre, la cocinaremos en su propia sangre, o sea, a la bordelesa. Así lo hacen en Arbo, en Galicia, donde dentro de unos días (25, 26 y 27 de abril) tendrá lugar, un año más, la Fiesta da lamprea, que, según los organizadores, es la fiesta gastronómica más antigua de España, iniciada en 1961.