Esta es la historia de un matrimonio que decidió ampliar el negocio familiar justo cuando más creían que el negocio se extinguiría con ellos. Sus protagonistas son un maestro confitero, Josep Foix, y su mujer, Paulina Ribera, propietarios los dos de una pastelería en la calle de Sarrià que abrió las puertas un día como hoy de 1886: Foix de Sarrià, la mítica tienda de dulces barcelonesa que nació cuando Sarrià todavía no era Barcelona y cuando las cinco conchas de Santiago del escudo municipal eran el signo del barrio. Una concha, precisamente, había sido la primera gran creación del negocio, por eso dice la leyenda que cuando Sarrià se anexionó a la capital de Catalunya y se convirtió en un barrio, en el año 1921, los vecinos de la zona empezaron a entender aquellas conchas de chocolate como algo más que simples pastas de té. También lo creyó así el hijo de los dos propietarios del negocio, un espabilado estudiante de Derecho que ya había dicho a sus padres que no quería hacer de pastelero, que trabajaba de publicista y que tenía más interés por los libros que por los melindros: se llamaba Josep Vicenç Foix y propuso a su padre dejar de etiquetar aquellos postres como 'conchas' para pasarlas a llamar 'conchas de Sarrià'.
Su padre no se imaginaba entonces que su hijo acabaría haciéndose cargo de la empresa, igual que tampoco se imaginó el hijo, en aquel momento, que aquella pastelería en la que no quería trabajar acabaría siendo el refugio circunstancial desde el que catapultar su carrera artística. Ninguno de los dos se imaginó, tampoco, que las conchas de Sarrià dejarían de ser un simple signo para convertirse en un símbolo del barrio: posiblemente los únicos dulces del mundo que se pueden considerar un objeto surrealista. O mejor dicho, el único objeto surrealista del planeta que puede comerse todavía ahora por 6,55€ la caja, ya que si hay algo que desprende hoy Foix de Sarrià es dulzura y poesía a partes iguales. Por eso, seguramente, decir en el año 2023 que en el corazón de Sarrià se pueden encontrar conchas no es ningún ejercicio de lírica vanguardista, sino una afirmación tan realista como que aquel negocio que se tenía que extinguir, más de un siglo después, celebra hoy el centenario de la abertura de la segunda tienda, en la plaza de Sarrià. Una tienda que endulzaría más y mejor el barrio, pero que también cambiaría la historia de la literatura catalana contemporánea.
'Sol, i de dol', entre dulces y versos
El mundo de la repostería seguramente es uno de los más injustos que existen: todo el mundo disfruta comiendo dulces, pero solo quien los hace sabe lo duro y laborioso que es elaborarlos. Eso es lo que debió pensar la hija mayor de Josep Foix y Paulina Ribera, que muy pronto decidió hacerse monja y no pisar un obrador en su vida. Tampoco el heredero de la familia tenía interés en el negocio, ya que con veinte años Josep Vicenç Foix prefería pasar la tarde escuchando una tertulia con López-Picó, Salvat-Papasseit, Carles Riba o Joaquim Folguera que no pasársela detrás del mostrador vendiendo pasteles o peladillas. Por lo tanto, la única manera de evitar la extinción de la empresa familiar por parte de los padres fue apostando fuerte por la hermana pequeña, Carolina, haciéndola responsable el año 1923 del nuevo local, situado unos cuantos metros más arriba de la tienda de 1886 que todavía hoy señorea una de las esquinas más bonitas de la calle Major de Sarrià. En el nuevo establecimiento, aparte del negocio y el obrador, había también una alcoba que desde aquel momento se convirtió en el despacho del joven Josep Vicenç, que se dedicaba a sus cosas mientras oía el jaleo de los clientes. A dirigir las páginas culturales del diario La Publicitat, por ejemplo. También a poner en marcha los Quaderns de poesia, comandar la Revista de Catalunya, cartearse con Miró, Dalí, Paul Eluard o García Lorca, ser uno de los fundadores de Acció Catalana, redactar artículos para Els amics de les arts o escribir prosas poéticas que acabarían publicándose en libros como Gertrudis o KRTU. Todo parecía indicar que aquel joven escritor surrealista y los pasteles nunca acabarían de cuajar, pero como pasó con casi todo, la Guerra Civil marcó un antes y un después en la peculiar relación de Foix —el hijo— con las peladillas de Foix —el padre—.
Paradójicamente, la posguerra convirtió una pastelería de barrio en el mejor escondite creativo para un escritor que el año 1936 ya había conseguido consolidarse como una de las voces más originales, sorprendentes e interesantes de la literatura catalana. La ocupación de Catalunya significó, sin embargo, el inicio de una lucha por la pervivencia lingüística y cultural de todo aquello que apestara a catalán, por lo tanto, en los primeros años después de la guerra, J.V. Foix deja de lado las investigaciones e innovaciones estéticas para cobijarse en el altillo de la pastelería, casi como un exilio interior. Si hasta ahora se había caracterizado por escribir con un ojo en el futuro, de repente se pasa años empapándose del pasado, pero del pasado remoto, casi como si la única manera de escapar del clima angustiante y decadente de la Barcelona de los años cuarenta fuera refugiándose en los orígenes literarios de la lengua catalana. Mientras pule y corrige la serie de sonetos clásicos que había escrito durante casi dos décadas antes de la guerra, paralelamente empieza a sacar la cabeza más que nunca en el obrador, controlando la elaboración de las lenguas de gato, los bombones o los panellets para la Castañada con la misma precisión que encontraba en los poemas de Ausiàs March o Jordi de Sant Jordi con el cual dialoga en Sol, i de dol, libro que publicará el año 1947 pero con fecha de imprenta de 1936 para evitar la censura. Un libro que poéticamente muestra la misma máxima que su padre, Josep Foix, clamaba en voz alta cada mañana mientras bordaba los pasteles: "¡Calidad! Sobre todo, ¡calidad!".
Un pastelero poeta, un poeta pastelero
Aquel poeta que no quería ser pastelero acabó regentando la tienda Foix de Sarrià desde 1936 a 1968, año en que confió la dirección de la empresa a su primo Jordi Madern Mas. Que J.V. Foix no tomara el camino del exilio no significa que la persecución política contra él, como intelectual y como escritor catalán, no existiera. Durante todos estos años, cada vez que la policía política entraba en la pastelería, Foix dejaba de hacer lo que estuviera haciendo, procuraba esconder rápidamente los cuatro papeles que lo tuvieran ocupado, se enfundaba el uniforme blanco, bajaba del despacho, aparecía detrás del altillo y cuando los agentes le hacían cualquier pregunta, él se excusaba diciendo que lo perdonaran, que era un simple pastelero y que lo habían pillado con las manos en la masa. Y con las manos en la obra, también, claro. Esta leyenda, quién sabe si con más bizcocho que chocolate, ha corrido hasta nuestros días quizás porque realmente durante todos aquellos años Foix fue precisamente eso: un poeta que vendía pasteles y un pastelero que hacía poemas. En los dos mundos, excelencia estética y virtuosismo técnico. En los dos mundos, resonancias oníricas y misticismo mágico. En los dos mundos, tradición arraigada e innovación suprema. Lo único que diferencia los dos mundos, el de la confitería y el de la literatura, es sencillamente la forma: a un lado, textura y sabor; en el otro, verbo y lectura.
Yo no sé si está más elaborado un bombón, una fruitina o un marron glacé del Foix de Sarrià o cualquiera de los poemas de Les irreals omegues o On he deixat les claus, pero sé que las dos cosas han robado el corazón a millones de catalanes y, por lo tanto, son un patrimonio gastronómico y cultural de nuestro país. Posiblemente, J.V. Foix ha sido uno de los escritores de la literatura catalana del siglo XX más preocupado, cuidadoso y exigente con el estilo, lo que aplicaba a sus poemas lingüísticamente esmeradísimos y también a los dulces de todo tipo que durante años vendió, sin decir demasiado en voz alta que los vendía, detrás del mostrador. Seguramente por eso el año 1984 su candidatura al Premio Nobel de Literatura resonó con cierta fuerza y seguramente por eso, también, acabó siendo miembro del Institut d'Estudis Catalans, Premi d'Honor de les Lletres Catalanes y Medalla d'Or de la Generalitat de Catalunya. Aquel poeta pastelero murió el año 1987, pero su legado pervive inexorable entre nosotros.
También pervive en el Foix de Sarrià, la pastelería que su padre, el maestro confitero Josep Foix, temía que no tuviera relevo y que ahora, en cambio, celebra cien años de su segunda tienda continuando siendo lo que ha sido siempre: un símbolo de Sarrià y también, ahora sí, de Barcelona, posiblemente la única ciudad del mundo que tiene una pastelería donde durante décadas un genio de las letras escribió su obra. Posiblemente la única ciudad con una tienda de dulces que tiene un catálogo encabezado por un poema de Onze Nadals i un Cap d'Any, un surtido con productos que tienen nombres tan poéticos como 'Piedras brunas' o 'Porta de Sarrià', unas colecciones de bombones bautizadas con nombres como 'Joan Miró', unos pasteles como el 'Misteri', el 'Liceu' o la 'Montserrat Caballé' y, sobre todo, un estilo de repostería tradicional que desde 1886 demuestra que J.V. Foix tenía razón: aunque cada día haya más snacks, más golosinas y más bollería industrial que nos hace perder la vista, somos sensibles a los dulces de toda la vida, ya que nos exalta lo nuevo pero nos enamora lo viejo. En definitiva, que entrar en el Foix de Sarrià es siempre sinónimo de que los minutos que vienen de nuestra vida serán dulces, agradables y valdrán la pena, y eso, no hay duda, lo sabe todo el mundo y es profecía.