En cuanto a cultura mainstream, el suceso más sonado (y sonoro) de la pasada semana fue la bofetada propinada por Will Smith, el Príncipe de Bel-Air, a Chris Rock, el presentador de la gala de los Oscar. Una galleta tan categórica que el principado del actor y rapero bien podría trasladarse de Bel-Air a Beukelaer, aquellos dominios belgas del príncipe-logotipo de las galletas. En castellano, la palabra «bofetada» viene de bofete (bufete, buffet), y quizás por esa razón la acción de girarle la cara a alguien con la mano abierta acepta tantos sinónimos gastronómicos: galleta, torta, castaña, hostia, piña, leche, nata... Como sea, y hecha esta captatio benevolentiae introductoria que, confío, habrá servido de click-bait para desviar la atención de los lectores mayoritarios hacia el suceso que fue noticia, la semana pasada, dentro del más estricto underground barcelonés: la presentación del primer libro de Carles Armengol, Collado. La maldición de una casa de comidas (Colectivo Bruxista, 2022), en la Bodega Cal Pep del barrio de Gràcia.
Pero antes de entrar en materia de este artefacto literario prodigioso (cuyo acto de presentación, a pesar de no ser difundido por ningún medio de comunicación de masas, culminó con la policía municipal multando a los propietarios para cuadruplicar el aforo del local, y el desalojo de un ejército de tíos ataviados con parka verde, y chicas con loafers y corte de pelo 'Chelsea', todo dios blandiendo la sexta cerveza, recién pedida, y acabando de masticar las albóndigas con sepia que habían repartido a quien compró el libro) que habla de la experiencia de haberse criado, literalmente, correteando entre las mesas de un restaurante de barrio de clase trabajadora, permítanme algún rodeo más, a propósito de la aristocracia de las galletas. El origen de las Príncipe se remonta a la segunda mitad del siglo XIX, cuando, según reza la leyenda, el pastelero Edward De Beukelaer creó este dulce para Leopoldo II de Bélgica, apodado 'el Príncipe' porque tardó treinta años en subir al trono. Siguiendo la tradición de los mejores señoritos, el Príncipe adoraba el chocolate, pero no soportaba mancharse las manos, por lo cual al repostero se le ocurrió colocar una capa de crema de chocolate entre dos galletas, y que así el goloso soberano pudiera darse sus festines sin pringarse los reales dedos. La misma afectación aséptica incentivó, por cierto, durante la misma época pero en la Barcelona burguesa, la génesis del arroz Parellada, en el Restaurant Café Suizo o el 7 Portes, según la versión. En cuanto a la historia del príncipe arrabalero, décadas antes de heredar el principado galletesco de Beukelaer, The Fresh Prince of Bel-Air reinó en las pantallas domésticas durante la primera mitad de los noventa, siguiendo la estela de otras sitcoms protagonizadas por familias afroamericanas como Los Jefferson, The Cosby Show o Family Matters. Seguro que recuerdan el argumento: el joven Will Smith llega a Los Ángeles procedente de Filadelfia, donde vivía con su madre, para vivir en la mansión de sus tíos ricos. Con la llegada del chico, la familia se verá envuelta a diario en problemas por su culpa, pero no por ello dejarán de quererle y aceptarle como uno más. Básicamente, era el mismo leitmotiv narrativo de ALF (vean «Pan’ti naki, chicken teriyaki, Hiroshima y Nagasaki»), pero sustituyendo al hirsuto alienígena por un pariente pobre. La vida real en la que se basaba la serie, no obstante, no era la de Will Smith, sino la de Benny Medina, el ideólogo del proyecto y el representante del músico Quincy Jones, quien se decidió a producirlo.
Las descacharrantes experiencias vividas, desde la atalaya de la barra del bar familiar, durante su infancia y adolescencia, son los ingredientes de proximidad con los que Carles ha cocinado esta zarzuela literaria, llena de personajes a la vez tiernos, hilarantes y sórdidos.
Ahora permítanme que les explique las dos sinestesias autobiográficas a las cuales yo asocio El Príncipe de Bel-Air: 1) las patatas fritas con huevos fritos y pimientos, todo anegado en mahonesa Kraft, el plato que me preparó mi yaya Encarna el mediodía que se estrenó la serie; y 2) la catedralicia galleta que me arreó mi santa madre (firme aspirante al principado de Beukelaer; todavía hoy me tiemblan las orejas) el anochecer en que, imitando las artes urbanas del televisivo rapero de Filadelfia, guarnecí de tags (graffitis con la firma) el ascensor del bloque donde vivían mis abuelos, trazados con un gran rotulador permanente de autofabricación. A casa de mis yayos, dentro de un edificio de protección oficial con placa del Ministerio de la vivienda falangista al portal, iba yo a diario, los días de escuela, a comer durante las horas del descanso, y allí me embelesaba con los enredos que sucedían en una mansión de un barrio lujoso de Los Ángeles, junto a mi imperturbable yayo Juan, que era prácticamente analfabeto y con seis años ya pasaba la noche al raso, él solito, cuidando de un rebaño de cabras en la sierra de Granada. Eran los mismos años en que Carles Armengol, el autor del libro antedicho, que tiene mi misma edad, miraba la televisión desde una mesa de Casa Collado, el restaurante que regentaban sus padres, mientras comía junto a prostitutas de buen corazón, dignos vagabundos, mafiosos de medio pelo y fascinantes tarados de todo pelaje en un barrio homologable al de mis abuelos: Collblanc. Las descacharrantes experiencias vividas, desde la atalaya de la barra del bar familiar, durante su infancia y adolescencia, son los ingredientes de proximidad con los que Carles ha cocinado esta zarzuela literaria, llena de personajes a la vez tiernos, hilarantes y sórdidos. Si Will Smith rapeaba en la apertura de El Príncipe de Bel-Air: «Ahora escucha la historia de mí vida, de cómo el destino cambió mí movida. Sin comerlo ni beberlo llegué a ser el chuleta de un barrio llamado Bel-Air»; Carles Armengol dice en su libro: «Sin comerlo ni beberlo, mientras los demás comían y bebían, me convertí, al igual que mis hermanos, en mano de obra para el negocio.» La mano de obra de unos padres que, para maldición lovecraftiana del protagonista, pasaron a ser sus jefes. En Collado. La maldición de una casa de comidas, pueden contarse tres galletas beukelaerianas propinadas por el padre del narrador-protagonista, Rafel, gran cocinero y padre abnegado, pero de mecha corta: 1) la recibida por su hijo mayor cuando este se presenta a trabajar en el bar con cresta punk y camiseta de Kortatu; 2) la encajada por Nelson, un camarero viciosillo y golfo que pide importantes sumas de dinero a los clientes más fieles del bar bajo la mentira de no cobrar puntualmente; y 3) la sufrida por el propio Carles cuando llega a casa a las tres de la madrugada, después de participar, involuntariamente, en una espectacular bronca entre unos pijos ingleses y el Judas, un héroe del barrio que es fan de Bruce Lee y de Judas Priest a partes iguales. Amén de alguna otra colleja que le caerá de parte de algún miembro de los Boixos Nois y otros quinquis del barrio.
Y es que el menú del Collado es la mezcla de mis platos favoritos: escudella, soul, fricandó, dandys detallistas y con bolsillos escondidos, habas a la catalana, risas, lágrimas, alcohol, estupefacientes y grasas saturadas.
Rafel en la barra del Collado desarrollando su gran tarea social. Foto: Archivo Collado.
Como argumentos de venta, solo les diré que Collado es un libro escrito con un estilo efectivo y directo; una mezcla de memorias, estudio sociológico y documento histórico fin de siècle (XX), con la estructura de una novela picaresca: el protagonista iniciará su tránsito hacia la vida adulta, lecciones que a menudo aprende a golpe de bastón, de la mano de una hilarante conga de personajes a través de la cual nos muestra los claroscuros de la realidad social de aquel momento. Una oda al paisanaje, como reza el prólogo de Alberto Valle, y a la aristocracia de los barrios pobres y sus bares/templos, en la mejor tradición de Pedro Pico & Pico Vena (Carles Azagra) y las bodegas de Gracia que tan bien retrató Juan Marsé (como Cal Pep, el local multado por la policía durante la presentación del libro). También les diré que no sé si es el mejor libro publicado en lo que va de año, pero para mí es, de lejos, el que he devorado con más hambre, el que mi paladar mejor ha degustado y más especies ha sido capaz de identificar, así como el que me ha dejado mejor sabor de boca. Y es que el menú del Collado es la mezcla de mis platos favoritos: escudella, soul, fricandó, dandys detallistas y con bolsillos escondidos, habas a la catalana, risas, lágrimas, alcohol, estupefacientes y grasas saturadas. Si todavía no lo han hecho, corran a la librería de su barrio (o visiten la web de la editorial) y, si ven a alguien con el último ejemplar bajo el brazo (solo se han editado seiscientos), no lo duden: métanle una buena galleta y quítenselo. Carles Armengol no continuó un negocio familiar con tres generaciones de solera, pero le ha escrito el mejor homenaje posible.