Todo el mundo sabe que comer bien y a buen precio en Barcelona es difícil, pero hacerlo en la calle Enric Granados es directamente un deporte de riesgo. Empecemos por el principio, sin embargo. Lo primero que uno tiene que saber es que se encuentra en una zona más frecuentada por turistas que por vecinos del Eixample, motivo por el cual los precios son altos y los restauradores no tienen ningún tipo de escrúpulos para vanagloriarse de ello. Qué más da, deben pensar, si lo que importa es tener clientela nueva cada día, tanto si vuelve como si no vuelve quince días después. Tanto si es del Guinardó como si es de Estocolmo, Lyon o Viena. El boom del turismo internacional ha hecho que, para un restaurante, sea más importante tener cien clientes nuevos cada día que harán cien stories de Instagram del lugar que un cliente fiel que volverá cien veces allí. Sólo así se entiende que unas patatas bravas cuesten 7€, que te claven 4'75€ por una copa de un vino la botella del cual vale 7€ en la tienda o que un pastel de queso digno de una franquicia de hornos valga tres veces lo que el mismo cheescake cuesta a la panadería de dos manzanas más arriba.
Lo que no se entiende, sinceramente, es como puede ser que nadie del Teatre Lliure todavía no se haya dado cuenta de que Enric Granados es la calle perfecta donde representar in situ y en directo, como una performance, una adaptación del Ulises de Joyce. Pero con Leopold Bloom vagando eternamente mientras trata de encontrar un risotto de boletus con parmesano que no parezca digno de un piso de estudiantes. Si Joyce se inspiró en la Odisea de Homero para plasmar el naufragio del hombre moderno ante del mundo en Ulises, no negaré que un servidor no es que se haya sentido inspirado por Homero, sino que directamente salir de casa y proponer sentarme ante un plato decente, honesto y sabroso me ha hecho sentir dentro de una aventura también épica, ya que tratándose de Enric Granados, conseguirlo es tan complicado como llegar a Ítaca. Cuando Homero escribió la Odisea, la calle Enric Granados todavía era un solar deshabitado y el mismo Enric Granados no había ni nacido, obviamente, pero los mismos cantos de sirena que Ulises tuvo que resistir en su larga travesía hasta volver a casa son los mismos que existen hoy. Eso sí, sólo hay que cambiar las sirenas por restaurantes con cartas chillonas y llenas de patas de pulpo con parmentier, tatakis de atún y ensaladas de burrata con tomate fresco.
En más de dos mil años no ha cambiado nada y, como nos enseñaron los clásicos, hay que seguir desconfiando siempre de estas peligrosas tentaciones. La tónica es siempre la misma: caminas Enric Granados abajo, vas mirando la carta de cada restaurante y acabas llegando abajo de todo, allí donde Diputació mata la calle gracias a la Universidad, con la sensación que se podrían emitir treinta capítulos de Joc de cartes sólo en Enric Granados y nunca no dejarías de descubrir restaurantes indignos en cada uno de ellos. Los que no son ruidosos son caros; los que no son caros, tienen mal servicio; los que no tienen mal servicio, tienen producto de baja calidad. Y de vez en cuando, un día descubres un restaurante correcto, con buena carta, buena sensibilidad para el producto y unos precios de lo más ajustados, y sales tan sorprendido que incluso temes que todo sea una trampa. Por suerte, no lo es, ya que hay quien navega durante décadas para llegar a casa y abrazar a Penèlope, pero también hay quien camina durante media hora con la ilusión de acabar cenando un buen capipota con una buena copa de vino, y Enric Granados, sorprendentemente, también tiene premio para los que persisten y no desfallecen en la travesía.
Si uno quiere hacer un buen aperitivo antes de comer o de cenar, por ejemplo, la Bodega Picarol en Enric Granados con Valencia es una opción maravillosa: vinos a copas fantásticos, cerveza bien tirada, platillos y tapas de toda la vida y una pequeña obra maestra como el bikini de galtes al merlot. Y todo, a un precio dignísimo. Lo mismo pasa en el restaurante Ponsa, en Enric Granados entre Provença y Rossellò, posiblemente el único restaurante de Enric Granados que no parece de Enric Granados, con una estética casera y ancestral más propia de una cantina de los años sesenta en el barrio viejo de Valls que de un lugar donde comer en la calle más cool del Eixample. En la puerta hay un letrero con cada día de la semana y su plato del día pertinente: lunes, rabo de buey; martes, escudella y cocido; miércoles, calamarcitos con cebolla. ¿Puede existir un restaurante que en pleno el sábado, solo con leer un letrero, te despierte el deseo de que llegue el lunes? El Ponsa lo consigue, y eso, en plena odisea, siempre ayuda.
En el Solo pizza es posible comer buenas pizzas, en Enriqueta es posible comer buena cocina de fusión y en el Colmado hacen una de las mejores ensaladillas rusas de la ciudad, pero si Enric Granados -el señor, no la calle- levantara la cabeza y me preguntara dónde tiene que cenar, sin duda le diría que fuera a la Moderna Bodega Esplugues, en Enric Granados entre París y Córcega: tapas caseras y de calidad, vinos magníficos, precios económicos, casquería, embutidos ibéricos, un local precioso y que respira autenticidad por todos lados y, además, unos callos de los que hacen llorar de felicidad. Lástima que don Enric Granados no los pudiera descubrir nunca: el ilustro compositor leridano murió el año 1916 mientras volvía de Londres, después de ofrecer unos conciertos. En plena Gran Guerra, el barco con el cual atravesaba el canal de la Mancha fue torpedeado por un submarino alemán, que lo confundió con un buque de la armada francesa. Granados, que había conseguido subir a un bote salvavidas, saltó al agua cuando vio a su mujer en medio de la deriva. Desgraciadamente, el mar los engulló. Años después, por suerte, una calle en su honor brilla en medio de Barcelona. Asimismo, por desgracia, salir a cenar en ella es a menudo un naufragio.