Todos los helados son casi siempre un amor a primera vista, por este motivo su único problema es que la infidelidad a un sabor concreto es una trampa en la cual es demasiado fácil caer. Siempre he pensado, de hecho, que si existiera un Tinder de los postres fríos más famosos del mundo, el 'corte' de tres gustos tendría una descripción en la cual diría que tiene la forma de un ladrillo para levantar paredes, la apariencia cromática de la bandera tricolor de algún remoto país africano y la vulgaridad de una pieza de carne a manos de cualquier carnicero, seguramente por eso es el único helado del mundo que no asociamos con un cucharón sacabolas. Los 'cortes', más bien, se cortan con el cuchillo del pan y la intencionalidad de un carpintero serrando una puerta, pero cabe decir que a pesar de toda esta aparente tosquedad, a la hora de la verdad son como un buen beso con lengua: no hay mordisco, solo el morreo capaz de evocar mil recuerdos en la boca.
Sean con galleta, con cucurucho o en terrina, los helados despiertan siempre el mariposeo de un amor de verano a los veinte años: cuando llega el calor, todo el mundo tiene ganas de reencontrar los placeres eléctricos que se acabaron el septiembre pasado, pero también de descubrir nuevas experiencias y unos labios diferentes. La vitrina de una heladería es un homenaje a la fascinación, pero también a la duda. Hay curiosidad por descubrir, pero también temor para equivocarse, más o menos lo mismo que pasa en cualquier aplicación de citas llena de nombres, rostros y descripciones que dan información de todo, excepto del regusto que aquel deseo nos dejará en los labios. Y sobre todo, en el alma, ya que por más que no tengan la fama de los brandis viejos, los buenos quesos o los macarrones de la yaya, hay helados tan deliciosos que saben inflamarnos el corazón.
Todo esto lo aprendí pronto hará una década en Manná Gelats, la heladería del barrio Gòtic de Barcelona en la cual trabajé durante un año con la carrera de Filología Catalana recientemente acabada. En vez de hacer un posgrado sobre literatura comparada y acabar haciendo algún doctorado para estudiar la obra de J.V. Foix, hice un máster en cremas, sorbetes y gustos que iban de la banana split a la vainilla clásica pasando por el lemon pie, los tres chocolates o el maracuyá, que dicen que es afrodisíaco. Cuando veía una pareja de turistas indecisos ante los dieciocho sabores de la vitrina, de hecho, siempre utilizaba mis conocimientos filológicos para endosarles esta fruta tropical y les decía que el maracuyá "is a passion fruit, the poet Ovidius would choose this ice cream for a sonnet from Ars amatoria". Contentos, a menudo me hacían caso y les veía marcharse camino hacia el hotel donde, supongo, se acabarían abrazando al fornicio.
Aparte de cucuruchos y terrinas, en la heladería, que tiene obrador propio y personalmente es mi preferida de la ciudad, también se pueden comprar bandejas herméticas de 500 g o un kilo de helado. En este caso los compradores no eran en mi época turistas, sino el 2% de los clientes con quien podía hablar mi lengua durante una jornada de ocho horas. El buen catalanet en verano cambia el roscón de los domingos por el helado, por eso me llamó la atención descubrir que los pedidos de kilo siempre eran con la fusión de vainilla, chocolate y nata: los tres gustos del helado de barra de toda la vida, vaya. Una señora que hablaba castellano con acento americano, sin embargo, un día me pidió medio kilo de vainilla, chocolate y fresa, llamándole neapolitan ice cream. Era como un 'corte', pero diferente. Interesado, miré a Carlos, el propietario del negocio, y me explicó que en los Estados Unidos el helado de tres gustos se llama 'helado napolitano', pero que curiosamente la receta no se inventó en Italia, sino que es una creación de un cocinero francés de la casa real prusiana, Louis Ferdinand Jungius, que le dedicó el helado al noble Fürst Puckler. Por eso el 'corte', en Alemania, se llama Fürst-Pückler-Eis.
Hace casi dos siglos, pues, que un francés creó un helado para contentar a un señor de Sajonia sin imaginarse que aquella creación, tan de clase alta, sería años más tarde un helado adorado por las clases populares de medio mundo y nombrado de mil maneras diferentes que nada tienen que ver con Prusia ni Francia. En Catalunya le hemos dicho siempre 'corte', 'helado de barra' o incluso 'mantecado', mientras que en España en algunos lugares se dice chambi porque algún día, supongo, alguien de Badajoz o Teruel que no había estudiado el First Certificate lo asoció a un sándwich, pero no lo supo decir bien. Sea como sea, el helado de tres sabores nunca es el escogido por los chiquillos que quieren Calippos, Twisters o Dráculas, como tampoco lo es por los adultos que nos sentimos cómodos en la seguridad de un Almendrado, el clasicismo de un Crocanti o la fiabilidad de un sorbete de limón "que va bien para hacer bajar la comida".
Pero a pesar de la competencia feroz, siempre hay un día en que el helado de 'corte' vuelve a aparecer a la mesa. Alguien lo corta acuñando la incisión con una galleta y después, cogiéndolo con una mano y lamiéndolo suavemente, lo vamos girando sobre su eje al igual que gira una noria y vamos evocando, en la boca, el sabor de la niñez. De las cosas sencillas. De los sabores memorables. De un amor más maternal que sensual, el de los abrazos de la abuela y las siestas de verano comiendo los postres mirando el Tour en el sofá, por alguna cosa el helado de 'corte' no es nunca el amor a primera vista de nadie, pero a la vez es reencontrarse con el amor más profundo que tenemos todos: la añoranza por los que ya no están y nos enseñaron el significado del verbo amar.