En casa de los padres de Albert, que tenían pastelería en la Seu, como sabrán los lectores, había un trasto voluminoso: un recipiente metálico, rodeado por un depósito mayor de madera, como un barril, y que se tapaba con una cubierta con una manivela, que hacía girar unas palas al interior. Aquello, que parecía un invento del profesor Franz de Copenhague, era la máquina de hacer mantecados. Se ponía la mezcla dentro y la parte de fuera sal y hielo, para bajar la temperatura. La manivela hacía girar el protohelado, que en contacto con el frío de las paredes del depósito se iba congelando y, al mismo tiempo, capturaba las burbujas de aire que lo convertían en una delicia.

Había que tener mucha fe en los años cuarenta para vender helados en la gélida ciudad de Urgell, y más teniendo que hacerlos con fuerza animal. Cuando llegaron los helados industriales —los Camy, sobre todo— ya dejó de hacer. Pero a Albert le ha quedado el gusanillo, y tiene con los helados una relación escandinava: comería todo el año, sin excepciones, cada día, a todas horas. Es capaz de hacer bajar una terrina de medio kilo sin que haya ningún descalabro emocional como detonante. Siempre de vainilla, sin embargo. Con una única excepción: los de yogur que hacen en la Reula, gloriosos monumentos en el helado ligero y sabroso. Montse, en eso, es más contenida, pero también le gustan, sobre todo los de chocolate. Vaya, que no hacían falta más argumentos.

Helados con denominación de origen en el Pallars / Foto: Montse Ferrer
Helados con denominación de origen en el Pallars / Foto: Montse Ferrer

Por eso, el día que fuimos al Raier de Pobla, al pasar por Sort, decidimos hacer un café. En el Pessets nos dijeron que estaban cerrados y, con la cola entre piernas, volviendo hacia el coche, vimos un pequeño establecimiento que se llama Cóm, y ofrecía sobre todo cafés y helados. Con esta tan pirenaica palabra ya nos robó el corazón. Para los metropolitanos, alienígenas y expats, sepan que, en catalán, un cóm (o com, según la ortografía actual) es un abrevadero para los animales, generalmente de grandes dimensiones. Entramos y enseguida comprobamos que aquel era un establecimiento especial.

Un ejemplo perfecto de los negocios hechos a la medida del país, que dan empleo, fijan población y generan actividad complementaria. Un modelo ideal, en red, reproducible y original, que crea mano de obra directa e indirecta

De entrada, porque se veía que había una vocación para trasladar al mundo del helado —que es, lo tenemos que reconocer, lleno de estereotipos y clonaciones— la esencia del Pallars. Eran, por decirlo de alguna manera, helados con denominación de origen. Un ejemplo perfecto de los negocios hechos a la medida del país, que dan empleo, fijan población y generan actividad complementaria. Un modelo ideal, en red, reproducible y original, que crea mano de obra directa e indirecta. Para confort de Albert, sobre todo, había vainilla, claro está, pero también muchos sabores insólitos: Pequeño Pallarés (un queso tipo pequeño suisse) con grosella; panetone del célebre pastelero Ivan Agustí, que tiene el obrador en Estac, con membrillo y nueces; yogur de cal Joanet.

Helados con denominación de origen en el Pallars / Foto: Montse Ferrer
La veintena de sabores diferentes de los helados de Cóm / Foto: Montse Ferrer

No osamos probarlos todos porque no habríamos pasado por la puerta, pero sí que hablamos con Clara Serlavós, que es la que los hace en un pequeño obrador en Esterri, donde también hay una tienda, que también ofrece crepes, gofres y, según la temporada, monas y turrones. La aventura empezó hace tres o cuatro años, cuando dos socias convencieron a Clara, que es de Burg, para que se incorporara al proyecto de abrir una heladería en Esterri. Dicho y hecho: después de probar con un proveedor local decidieron hacérselos ellas. La idea era aprovechar toda la materia prima local: leche de Tros de Sort, quesos de los productores pallareses, la mítica nata de la Cooperativa Cadí, que hacen en la Seu...

Tienen una carta de veinte sabores diferentes, que varían en función de la época del año. En otoño, castañas, calabazas y manzanas del país; frambuesas en primavera y etcétera. La cuestión es que la rueda no deje de rodar. Si un helado es sinónimo de felicidad, en Sort y en Esterri hay dos focos irradiadores de placer. Y que nadie se encoja al pensar que, por naturaleza, los helados tienen tendencia a fundirse y licuarse, como la sangre de San Gennaro. Se ponen en unos recipientes de porexpán y se acaba el problema del transporte: llegan a casa perfectos. No hay excusa para la exportación de la alegría: ni puertos de montaña, ni aranceles ni nada. Viva el mantecado.