Los sumerios, los incas, las mayas, los iberos, los celtas y todas las sabias y desarrolladas antiguas civilizaciones utilizaban las leyendas para comprender el enigma de la naturaleza y transmitir de manera comprensible a su comunidad los valores sociales y el marco legal construidos a partir de lo que se iban encontrando cada día. Envueltas de belleza y misterio, ilustraban, educaban, advertían de los peligros y amenazaban del porvenir si no se seguían los preceptos establecidos. Las leyendas y los mitos eran como una especie de nube que tanto te protegía de la intensidad del sol como te enviaba un raudal de tronos, rayos y tormentas si habías ofendido a los dioses locales, comportándote como un desagradecido y pobre mortal.
Cada territorio es heredero de las culturas que previamente los han ocupado. Admiramos las increíbles construcciones que levantaban con métodos prototecnológicos, utilizamos las infraestructuras hoy todavía vigentes, adaptamos la primitiva lengua al chapurreo actual y nos han legado su reflexión legal. Pero hemos arrinconado las leyendas por obsoletas, ingenuas y ridículas. Estamos en la era de la verdad, del microscopio, de la investigación, de la ciencia, cayendo, eso sí, de lleno en todas las noticias falsas que nos brindan las redes sociales sin cuestionárnoslo ni contrastar la fuente.
Ahora, releyendo esta introducción, me doy cuenta de que he creado una expectativa excesiva en el tema del que quiero hablar, que es escuálido y anecdótico, pero no banal, porque tenemos un tesoro único que tenemos que preservar como si se tratara de una pirámide o de un guerrero de Siam. Hablo de la horchata. Pero no solo de la bebida (que te la podrías hacer en casa porque es una receta sencillísima y sin secretos) sino del delicioso "ir a hacer una horchata" que, aunque no hay estudios que lo avalen, es una de las píldoras de salud social más efectivas y, además, sin perniciosos efectos secundarios. Se va a "hacer la horchata" en aquel momento que la tarde todavía está bien viva y, por lo tanto, todo el mundo es bienvenido. Los críos juegan a salpicarse con el agua de la fuente, los amores adolescentes chupan con avidez la cañita con los ojos concentrados en la bebida intentando esconder el rojo de las mejillas y los abuelos rezan para que ni al médico ni a la mujer les pille rellenando las arterias de azúcar.
La horchata se podría beber en noviembre, porque el tubérculo se comercializa seco y, por lo tanto, no tiene temporada, pero "ir a hacer una horchata a Cal Jijoneru" es una actividad veraniega de primer orden. Que a ti la horchata ni frío ni calor, no hace falta que dejes de ir porque en Cal Jijoneru puedes tomar uno Medio-medio (con granizado de limón), un Suspiro (horchata y café granizado), un Flotaor (horchata con una bola de helado) o un Cubanito (con helado de chocolate) o un café, ¡qué caray!
Es difícil sacar el agua clara de si estás en un Jijonero de propiedad individual o de uno que pertenece a la cadena La Jijonenca, porque, para hacerlo complicado, muchos Jijoneros no forman parte de la cadena y algunos de la cadena mantienen en los letreros sus nombres originales. En cualquier caso, unos y otros son empresas locales con historias similares y que reconocemos en muchos otros sectores: la historia de espabilarse para salir adelante. Jijona es un pueblo de Alicante, en lo que tradicionalmente se ha concentrado la producción de turrones. El turrón, aunque no tendría que tener temporada porque es un producto de guarda, tiene un consumo extraordinariamente concentrado durante un mes, como mucho, alrededor de Navidad.
Los productores se buscaban la vida, durante el verano, haciendo temporada en los pueblos próximos vendiendo helados con aquellos entrañables carritos ambulantes. Hace más de 50 años, un grupo de productores artesanos se asoció para crear unas instalaciones donde elaborar conjuntamente los helados, la horchata y los turrones bajo el paraguas de una misma marca. Ya que tenían el producto, establecer locales donde venderlo fue una consecuencia natural. Así, pues, nació la cadena La Jijonenca que, actualmente, gestiona 900 establecimientos en todo el Estado y aglutina más de 700 socios que trabajan exactamente como si se tratara de una cooperativa. No tengo nada de interés comercial con esta marca, pero estas historias siempre me gusta saberlas.
Pasar la tarde haciendo la horchata supone conversaciones ligeras y poco comprometidas. Cotillear, preparar el viaje del verano, recordar vacaciones pasadas o hacer recuento de los nietos de Engràcia son algunos de los temas habituales en el Jijoneru de mi barrio. Si te quedas sin conversación siempre puedes explicar que el enigmático nombre horchata proviene del latín hordeata que significa "agua de cebada", de hordeum (cebada), tal como estaba hecha la horchata primigenia.
La historia explica, a grandes rasgos, que a mediados del siglo XVIII el agua de cebada pasó a ser de almendra, de manera que la horchata era uno licuado de almendras. Teniendo en cuenta que la almendra costaba un dineral, la bebida era un lujo solo al alcance de los ricos. Para abaratarla, y dado que el precio de un kilo de almendras equivalía a 13 kg de chufas, pasaron a hacerla a partir del tubérculo hidratado. Eso solo pasaba en la zona de Valencia, ya que la chufa se cultiva exclusivamente en la comarca del Horta Nord. En el resto de la Península o no bebían esta bebida o seguía siendo de almendra o de otras semillas y cereales. De hecho, en América, la horchata es siempre hecha a partir de arroz crudo remojado durante un mínimo de dos horas, triturado, colado, endulzado con azúcar y aromatizado con canela y vainilla.
Aunque esta parece que es la historia real, prefiero la leyenda que, a pesar de ser muy divertida, documentalmente no se aguanta por ningún sitio. Dice la leyenda que una joven hizo probar una bebida blanca y dulce al Rey de Aragón Jaume I, el Conquistador (1208-1276) que, complacido por su sabor, preguntó a la joven qué era, quien le contestó "es leche de chufa" y el rey replicó "eso no es leche, eso es oro, chata".