Ni Montse ni Albert son celíacos. Es un hecho. Son perfectamente tolerantes al gluten, por algún extraño capricho de la genética, que suele hacer siempre lo que le da la gana y es como la lotería de Navidad. Ni la gliadina ni la glutenina nos inflaman los intestinos ni nos provocan incómodos disturbios digestivos o un pesado cansancio crónico. Lo digerimos con facilidad y sin generar más gases de los que son habituales. Albert es panarra de diccionario, el típico personaje filogluténico que, si le retiraran el pan de la dieta, sufriría lo que no está escrito. Es una suerte que no sean celíacos, ciertamente. Pero sí que tienen familia y un montón de amigos que lo son y saben perfectamente cuál es el pan que se da (perdón por la expresión, pero es que la tentación de utilizarla era demasiado fuerte). Albert, que se vanagloria de saber hacer pan (y no siempre le sale mal), a veces amasa sin gluten para el sector familiar que no puede ni olfatearlo. Comparado con el pan digamos normal, el que se hace con harina de alforfón o de maíz o de arroz (y con la colaboración inestimable del psyllium, que es la mágica fibra que espesa), parece más bien un ladrillo apretado e incomestible, pero cuando la parentela viene a comer y se lo encuentran en la mesa, blando, aromático y caliente, recién salido del horno, lo viven como una pequeña fiesta.

Aproximadamente el cinco por ciento de la población es celíaca o intolerante —en mayor o menor grado— al gluten

Producto sin gluten de la tienda Celícies / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

Si nos ponemos en la piel del aproximadamente cinco por ciento de la población que es celíaca o intolerante —en mayor o menor grado— al gluten, que es la proteína principal del trigo, veremos que se ha adelantado mucho al normalizar una oferta razonable y civilizada, pero también es cierto que todavía hay mucho camino a hacer. En la mayoría de supermercados casi tienes que encontrar los productos sin gluten en la trastienda, casi en régimen de semiclandestinidad. En muchos bares y restaurantes hay panecillos especiales y pastas para celíacos, pero los ves allí, envueltos y tristes con aquellos envases de plástico rígido y hace que compadezcas los que no tienen más opciones que consumirlos.

Por eso es un gran qué encontrar establecimientos que procuran tratar con normalidad a la clientela celíaca y, de rebote, la no celíaca. Un ejemplo que tenemos en casa es Celícies, un café-horno que hay al pie de la calle Major de la Seu, cerca del Passeig. Es un modelo de negocio que cada vez se encuentra en más lugares. Pero este que se acaba a abrir en la ciudad de Urgell es especialmente relevante porque es como una isla en el desierto pirenaico. Por ejemplo, en Andorra, con ochenta mil habitantes, donde hay una asociación particularmente activa de celíacos, solo hay un café con una propuesta que se parezca un poco —y todavía es una franquicia.

Hay muchas más cosas, todo aquello que un celíaco pueda soñar, concentrado en un único sitio, para no tener que ir de Herodes a Pilato para encontrar todo lo que es necesitado

En casa Celícies, un proyecto personal de Ali, que ha hecho de la necesidad —ella es celíaca— virtud, trabajan sobre todo con proveedores de proximidad, como los del Escairador de Berga, especializados en elaboraciones con el mítico maíz escuadrado, y también de pequeños obradores no industriales, que preparan los panes, las pastas y las galletas que después se cuecen en Celícies mismo. Y hay muchas más cosas, todo aquello que un celíaco pueda soñar, concentrado en un único sitio, para no tener que ir de Herodes en Pilato para encontrar todo lo que es necesitado. ¿Un ejemplo? Pues pasta fresca italiana, que llega congelada. Y de la mítica charcutería de casa del Obach d'Organyà tienen canelones, croquetas, albóndigas... Entre los nuevos proyectos, servicio a domicilio en la Seu y en Puigcerdà.

Desde hace pocos meses puedes entrar con la seguridad que aquello es la Meca del celíaco, el Shangri-la del intolerante al gluten —y con precios ajustados, a pesar de las eternas batallas con el IVA de que recae sobre los productos consin gluten, como diría el alcalde Clos. Y una nota final: el café —es de justicia decirlo— es realmente bueno y un cebo para los no celíacos. Al fin y al cabo es la prueba del nueve que nos confirma que, aunque no podamos cantar victoria, sí que se ha ganado una pequeña batalla del combate universal.