La visita al mercado de Santa Llúcia es obligada, cada año curiosearé o a renovar la figurita del pesebre que sale decapitada de la caja de zapatos donde ha dormitado durante todo el año. Los últimos años, sin embargo, en Santa Llúcia se va a comprar el hit cagón del año y el leño disfrazado con la barretina y con cara de perro apaleado. Hablar de cagar en una página de gastronomía y alimentación se puede interpretar como una ofensa innecesaria y de mal gusto. Pero la naturaleza va de eso: los residuos de los seres vivos son el abono que hace estallar la vida. Formamos parte de una cadena trófica, nos comemos unos a los otros a fin de que el mundo siga su curso y el funcionamiento sea circular: nada es arbitrario, todo tiene un sentido y nosotros solo somos un eslabón de esta maquinaria perfecta. Nuestros excrementos son alimento en un equilibrio magistral.

Culturalmente, por desgracia, se ha consensuado que la evacuación sólida es un tema tabú. El hombre se distingue de los animales porque está por encima de las necesidades básicas, dominándolas o sublimándolas. Y si ninguna de estas alternativas es posible, escondiéndolas. La reproducción y la alimentación (imprescindibles para la perpetuación de la especie) se han "culturalizado", la primera, con la erótica y, la segunda, con el arte culinario y la gastronomía. La defecación, sin embargo, es la vergüenza de la especie.

Así pues, como decía, uno de los objetivos de la cultura, entendida como sublimación humana, es subyugar la naturaleza. Cuanto más civilizados, cuanto más sofisticados, más alejados de los animales, de la naturaleza, de sus ciclos, de sus impulsos y de su brutalidad. No nos ha ido mal, vista la supremacía de la especie, aunque es evidente que nos hemos pasado, hemos ido demasiado lejos. Según las alertas lanzadas por la COP 29, de tanto subyugar la naturaleza, lo estamos aniquilando. Estamos en un contexto de emergencia climática que poco podremos revertir, pero sí que podríamos ralentizar.

El huerto del restaurante Can Fortuny / Foto: Jordi Tubella
Huertos en nuestra casa para abastecer la población catalana / Foto: Jordi Tubella

Una de las principales causas del cambio climático es el complejo sistema alimentario que los humanos hemos organizado a lo largo de los siglos, con el noble anhelo de tener alimentos todo el año y para todo el mundo. Espárragos del Perú, cordero de Nueva Zelanda, nueces de California, naranjas de Sudáfrica, avellanas de Turquía, tomates de Holanda... Cada día se importan toneladas de alimentos (con la consiguiente mochila de emisiones de gases contaminantes) de productos que también se cultivan en nuestras huertas y se producen en las montañas de nuestros contornos. La sobreimportación de lo que viene de lejos, paradójicamente, es más barato que el producto local. El producto foráneo es el que mayoritariamente cae al cesto del consumidor, dificultando la venta del autóctono con el consiguiente empobrecimiento, la desmotivación del sector primario y altos índices de despilfarro alimentario. Se tira uno de cada tres alimentos producidos que traducido a números significa 35 kg por catalán y año. Cada kilo malbaratado lo pagamos dos veces: cuando lo adquirimos y cuando lo tiramos porque la gestión de los residuos tiene un coste elevado. Pero no solo es un coste económico, sino que tiene un coste medioambiental que no nos podemos permitir y que nos tendría que dar más vergüenza que los pedos, las ventosidades y las cagarrutas.

Espárragos del Perú, cordero de Nueva Zelanda, nueces de California, naranjas de Sudáfrica, avellanas de Turquía, tomates de Holanda... Cada día se importan toneladas de alimentos de productos que también se cultivan a nuestras huertas y se producen en las montañas de nuestros contornos

Durante siglos, los humanos la hemos cagado infinidad a veces, estamos de mierda hasta el cuello y parece que no aprendemos. Los residuos que generan los animales crean vida, adoban y hacen florecer. Es el momento de velar que los residuos que generamos los humanos no eliminen la vida, cambiando la dirección de los golpes. Si no cambiamos nuestros hábitos, llenando el cesto de productos de proximidad, eliminando los envases sobrantes y reduciendo lo que tiramos, acabaremos más plenos de mierda que los caganers de moda y recibiendo más que los leños de Santa Llúcia.