El domingo pasado, sobre las doce y media, mi nombre reverberaba a 100 decibelios por toda la plaza d'Eivissa. Un camarero del Quimet de Horta me gritaba en pleno pulmón, por si acaso no estaba a 5 metros (dónde estaba) sino que a 150, haciendo tiempo en algún otro rincón de la plaza con menos forma de plaza de toda Barcelona, para avisarme de que ya era mi turno de sentarse a comer con un amigo que adora este bar.

La escena se fue repitiendo. El Quimet es un éxito siempre, pero todavía más durante el fin de semana, de manera que cuando llegas y no hay sitio, hace falta que camines hasta el extremo de la barra a fin de que anoten tu nombre en un papel y el número de personas que seréis. “Ya te llamaremos”, te dicen. Y tanto, que te llaman. Solo recuerdo un grito así una vez que me marché justo a tiempo de casa de un mallorquín, y salió a gritarme desde su balcón, llenando de flores una Ronda de Sant Antoni vacía. Que te llamen así en un bar o en un restaurante ya es una cosa más bien rara. ¿Nos hemos nortificado? Siendo mediterráneos como somos, sabemos que un poco de jaleo siempre nos calienta el alma, pero nos hemos vuelto silenciosos. Hace tiempo lo pensaba en un artículo sobre las nuevas cafeterías, que no tienen nada que ver con aquel tintineo de cubiertos, el hecho de entrechocar de platos, el roce de las páginas del diario pasando, la charla de la parroquia y los cantos de los pedidos.

Alguna cosa tiene el ruido de los bares y de los restaurantes que te envuelve, te ralentiza el pensamiento, te aquieta de alguna manera, te hace salir de ti u olvidarte un poco de ti mismo, cosa que siempre está muy bien y lo cual estimula nuevos caminos de pensamiento. Y pasa igual en las coctelerías, donde el sonido crujiente de los hielos emitiendo contra las paredes de la coctelera es la señal inequívoca de que aquí cuidan uno de los pilares centrales del servicio: la temperatura. Decibelios y grados hablan de manera tradicional de entender el servicio. Un cóctel no puede salir directo de una botella para llamarse cóctel y un dry martini no puede estar ligeramente frío y para gestionar la sala de un bar muy transitado, que siempre será ruidoso, hacen falta imperativos y genes de reverencia. Y si se le tiene que meter un grito al cliente, se hace. Porque a ambos lados de la barra, todos somos personas y los gritos igualan para el que se despista.

Son dos intangibles, pero no los únicos, que separan los lugares memorables de aquellos que, cuando sales, piensas: “De acuerdo, muy bien, pero le falta alguna cosa. ¿Qué debe ser?”. Saber leer un cliente es otra y no sé si a estas alturas se enseña en algún lado. Desconozco si en las escuelas de hostelería hacen cuatro céntimos a los estudiantes sobre cómo recibir y tratar al cliente fuera de los protocolos meramente funcionales de recibimiento y servicio de platos. Quizás cae dentro del saco de aquellas cosas que son de sentido común, pero que, de hecho, o no lo son tanto, o cada uno tiene el suyo o el sentido común general está yendo por la pedriza.

Desconozco si en las escuelas de hostelería hacen cuatro céntimos a los estudiantes sobre cómo recibir y tratar al cliente fuera de los protocolos meramente funcionales de recibimiento y servicio de platos

Me refiero a interpretar a la persona y decirle las cosas adecuadas para hacerla sentir a gusto una vez atraviesa el umbral de la puerta. La misión no es mejorarle el día, sino no empeorarlo. Mirar a los ojos cuando se saluda (y saludar y decir adiós). Si aquel día pide un té y normalmente acaba con las existencias de ginebra, no tomarlo como una broma. No hacerle bromas que requieren una excesiva confianza que no se tiene o que lo dejen en un ridículo poco controlado ante los acompañantes. Hacer las preguntas que vayan bien para la persona y por el contexto y dar las respuestas acertadas en forma y fondo. Quizás todo eso se resume pidiéndole un poco más a aquella máxima bíblica y aplicando un ‘haz lo que quieras que te hagan’, o en el concepto más moderno preso de los antiguos griegos, la empatía, que en su origen quería decir una cosa, lato sensu, como ‘expuesto a las pasiones, a los sentimientos (de los otros)’.