Hoy no dejaré títere con cabeza, ya os lo adelanto desde el principio. Hacía demasiado tiempo que quería escribir sobre pescaderías y celebro que finalmente me haya llegado la hora. Supongo que para abordar definitivamente la temática esperaba la enésima tomadura de pelo por parte de algún pescadero o pescadera. Sin embargo, la gota que ha colmado el vaso no ha sido esta, sino todo lo contrario: una de las lecciones de sinceridad más impactantes nunca vividas. Voy al grano. En un momento donde pensaba que no quedaba ninguna pescadera ni pescadero del todo honesto, va y me tropiezo, en una esquina medio escondida del mercado de Santa Caterina de Barcelona, con la pescadería Peix Bo. De entrada, cabe decir que la estética del local parece escrupulosamente diseñada para asustar, en lugar de atraer a la clientela. Sobre el hielo, los pescados (que no las gambas, ni los langostinos ni ninguno de los frutos de mar dignos de un chiringuito de Formentera) se muestran adocenados sin florituras, con el precio manuscrito con rotulador. Y, por alguna razón que se me escapa y que añade un halo todavía más misterioso a la parada, todos los precios son capicúa. Es decir, que las tenazas, la pescadilla y la sipia, por ejemplo, valen respectivamente seis euros con sesenta y seis, siete euros con setenta y siete y nueve euros con noventa y nueve. ¿En cualquier caso, a pesar de la modesta puesta en escena (o nos hemos malacostumbrado a las hojas de col, a los bogavantes que mueven los bigotes o sencillamente a los pescados más humildes colocados como si fueran nadadoras de natación sincronizada?), el hecho es que el género de Peix Bo es tan fresco como barato. Y a mi pregunta incrédula sobre si el pescado es descongelado, el jovencísimo pescadero de grandes dilataciones en las orejas me muestra con una sonrisa astuta las branquias de las escórporas, la piel tersa de los gallos o los ojos carnosos del boquerón. Me dice: 'compruébalo tú mismo. Tengo un pescado tan fresco como cualquiera, incluso todavía más fresco, porque el mío se acaba cada día. Lo que pasa es que soy el último que mantiene unas tarifas razonables. El resto han convertido el pescado en un producto de lujo'.
Cuando se ponen unos al lado de los otros no hay confusión posible... ¡sin embargo, he aquí el problema! Que nunca los ponen juntos
Gato por liebre
Todavía hay dos tipos de pescado, el de granja y el salvaje. Y digo todavía porque a pesar del alto precio del combustible, la presión turística sobre las infraestructuras del sector primario o las innumerables trabas legales que las autoridades españolas y europeas han interpuesto en todos y cada uno de los aspectos de su actividad económica, los pescadores artesanales del Port de la Selva, de Barcelona o de Sant Carles de la Ràpita siguen haciéndose al mar y llevando pescado salvaje a nuestras lonjas. Sobre el pescado de granja, no me enrollaré demasiado: lo gasto de manera muy puntual y solo cuando proviene de viveros de confianza como Prodemar (Galicia) o Aquanaria (las Canarias). Dejando de lado su enorme impacto ambiental, que equipararía al de la pesca extractiva de las grandes factorías flotantes, el hecho es que su sabor no me convence. ¿O de verdad pensáis que una dorada que se ha alimentado de pienso ultraprocesado en base cereales transgénicos tiene el mismo sabor que otra que solo conoce el sabor de cangrejos, moluscos y pequeños pescados salvajes? Y aquí radica la primera gran estafa en que te puedes tropezar contigo en una pescadería: comprar dorada de cultivo a precio de dorada salvaje. Y lo mismo pasa con la lubina, el corvallo o el rodaballo. Para detectar este engaño, solo tienes que fijarte en la apariencia de los pescados, que si son salvajes serán más esbeltos y tendrán la piel más lisa e irisada (en el caso de la dorada salvaje, por ejemplo, es muy notoria la mancha amarilla entre los ojos). Cuando se ponen unos al lado de los otros no hay confusión posible... ¡sin embargo, he aquí el problema! Que nunca están uno al lado del otro.
¿A quién le importa si los pescadores artesanales cobran un precio justo, o mejor dicho, la parte proporcionalmente justa por sus capturas?
Una realidad injusta
Recientemente, he tenido el privilegio de asistir a una subasta de pescado en la lonja de Barcelona. A la espera de lo que acabe pasando a partir del 2024, momento en que se inaugurará su nuevo edificio, esta es una actividad reservada solo para profesionales (y algún periodista afortunado). El hecho es que saqué algunas conclusiones de esta experiencia, como las gambas en verano alcanzan precios imposibles desde el mismo momento que caen en la red, o que la mayoría de pescaderías hacen como algunos restaurantes con el vino: multiplican su precio exponencialmente solo porque hay clientes que pueden pagarlo. De esta manera, las tenazas, las caballas, las brótolas, los congrios, las escórporas o las sardinas, llegan a las pescaderías a precios muy por encima de lo que reciben los pescadores a través de la subasta. Por descontado que el oficio de pescadero y pescadera requiere esfuerzo, dedicación y el martirio de llevarse el hedor del pescado a la cama. ¿Pero, y el esfuerzo de los pescadores? ¿Por no decir, y su vida? Y aquí permanece el principal problema del pescado de cultivo: mientras siga llegando pescado y marisco en las pescaderías... ¿de granja o antártida, a quién le importa si los pescadores artesanales cobran un precio justo, o mejor dicho, la parte proporcionalmente justa para sus capturas? En fin, este es un debate complejo donde me he colado a la ligera, pero con la convicción de que vivimos en una burbuja piscícola. No hay nada más ridículo que vivir en Catalunya y tener que alimentarse a base de pescado congelado o de piscifactoría cultivado en Turquía, Grecia o Marruecos. Supongo que el día que aprendamos algo de provecho en la escuela, como los nombres de nuestros peces o las diferentes maneras de cocinarlos, empezando por aquellas especies que se pescan pero que se tiran por la borda sencillamente porque el público no las conoce, cambiaremos alguna cosa.