Este texto que ahora empiezas a leer está recién hecho, es natural y apenas ha sufrido ninguna manipulación previa, pero a diferencia de las ostras, seguro que no te matará. Si te digo esto es porque sé de un pueblo lejos de Provenza, blanco de pétalos mañaneros, donde al amanecer tú y yo querríamos morir de un empacho. El pueblo no es el que el poeta J.V. Foix tenía en mente cuando escribió estos versos, pero la poesía siempre está al servicio de todo, incluso de esta humilde crónica de un mediodía comiendo marisco en un pueblo lejos de Provenza: Leucata, el último pueblo de Occitania si se viene de Provenza y el primero que te encuentras cuando se viene de Catalunya. Un lugar curioso y poco masificado, al lado de la laguna de Salses, donde se reúnen una decena de establecimientos un poco de pacotilla en los que es posible comer por cuatro duros las ostras recién cogidas por los ostricultores de la zona, tan de kilómetro cero que casi son de centímetro cero.
El puerto de este lugar pintoresco, denominado Grau de Leucata, es la antítesis del lujo que históricamente se ha asociado a las ostras: tabernas de marineros con platos de cartón, chabolas con sillas de plástico que parecen la terraza de un apartamento de adolescentes en un viaje de final de curso a Plata d'Aro y un montón de gente jalando con el fervor de quien hace días que no come toda clase de ostras, almejas, mejillones, gambas, caracoles de mar y erizos. Es como una especie de Time Out Market del marisco, dijéramos, pero sin periodistas e influencers catalanes haciendo postureo a cambio de una croqueta congelada y con pescadores sirviendo su cosecha fresca. Más que restaurantes, los locales son más bien como si en una pescadería de barrio pusieran dos mesas y cuatro sillas para picar alguna cosa, quizás por eso en el puerto de Leucata se respira aquella autenticidad que entra por la nariz. Estéticamente, podríamos decir que todo está a medio camino entre un pueblo costero del tercer mundo después de una epidémia y un polígono industrial lleno de naves medio desbaratadas en alguno de aquellos pueblos que lo rompieron con la burbuja del 2008 y donde ahora, en cambio, no quieren caer muertos ni los gatos que buscan sombra en julio.
Precisamente el mes en el que nos encontramos fue, inicialmente, mi gran temor al llegar a Leucata. Los veraneantes parisinos de vacaciones en el sur de Francia siempre me han conducido al horror, pero mi gran miedo era el binomio de ostras y julio, ya que para un servidor, más que un producto gastronómico, las ostras son un género poético. El principal culpable de eso es Gabriel Ferrater, que de bien jovencito me dejó claro en el poema El mutilat que, cuando llegan los meses sin erre, quedan lejos "las mesas de mármol donde servían las ostras y el vino blanco". En efecto, en un mes sin erre, como en julio, las mesas de mármol no estaban, porque en Leucata todos los restaurantes las tienen de madera o de plástico, pero, en cambio, sí que estaban el vino blanco y las ostras, que como dice el poema es mejor comerlas de septiembre a abril. Eso también lo decía mi abuela, que la única vez en la vida que fue a urgencias fue por una intoxicación de ostras. Por eso, cuando me senté en la mesa del restaurante mi pánico a morir era tan grande que, cuando me sirvieron las ostras y el camarero me preguntó si quería vino, en vez de una copa de garnacha blanca estuve a punto de pedirle un bolígrafo para firmar el testamento.
Las mesas del tugurio eran azules, las servilletas eran azules y las paredes también eran azules, solo decoradas con fotografías de marineros que parecían el capitán de los Simpson y una especie de póster infográfico donde se explicaba que en Leucata, a diferencia de la Bretaña, la crianza de ostras se hace de manera vertical. Como en la laguna de Salses no hay mareas, el sistema de inmersión es permanente. A diferencia del atraco permanente de marisco que se estaba zampando un matrimonio francés con las mejillas tan rojas como las gambas que chupaban ferozmente, mi inmersión en el atrevimiento de comer ostras fue más bien fugaz, ya que probé nada más que una. Más que comerlas, desde siempre me ha gustado más leer las ostras, por eso me llevé una a la boca por el solo hecho de que por primera vez quería entender a ciencia cierta el verso de mi amigo Pere Rovira en aquel poema magnífico, el primero de su libro Distàncies, en el cual imagina el reencuentro con una ex después de años sin verse y, quién sabe si para celebrarlo, deciden cenar ostras como quien come perlas. La diferencia con el poema, claro está, es que aquella ostra con sabor de mar que me había zampado yo costaba menos de un euro, ya que en todos los establecimientos del puerto los precios son los mismos y todos son increíblemente económicos: media docena de ostras pequeñas vale 5 € y seis ostras grandes, en cambio, 8 €.
Durante una hora magnífica, pues, resulta que esta especie de Tagliatella del marisco, paradigma de la democratización total de un manjar lujoso, me permitió zampar mejillones, almejas y erizos de mar sin pensar en la cartera, con vistas al mar y, sobre todo, con la certeza de que la única ostra que osé comer no se me había llevado al otro barrio. Como Gabriel Ferrater, J.V. Foix o mi abuela ya no pueden leerme, sin embargo, he decidido explicártelo a ti, a fin de que ahora tú, también cuando quieras y a quien quieras, le puedas decir que sabes de un pueblo lejos de Provenza que contradice no un solo poema, sino dos, ya que durante los meses sin erre es posible acercarse, blanco de pétalos mañaneros, y allí, con ostras o sin ellas, te aseguro que al amanecer tú y quien quieras podríais vivir, que no morir, de placer.