La primera vez que deseé tener un grifo en casa de dónde chorreara escudella en cualquier momento del día debía tener seis o siete años. La culpa de todo era de mi abuela Enriqueta, supongo. Cada año, mientras el día de Navidad me preguntaba si quería más pilota en el plato, me explicaba que su tío había tenido un maestro en la escuela del Vendrell que soñaba un mundo democrático donde un sistema de cañerías distribuiría escudella a todas las casas, como un maná terrenal. Explicado así, entonces, me parecía una cosa sencillísima de hacer, igual que los dispensadores de zumo de naranja en el bufete libre de los hoteles o las máquinas de refresco a los cines, pero con caldo de gallina, col, ternera, butifarra, cordero, etc. Hacerse mayor, sin embargo, es darse cuenta progresivamente que las cosas que soñábamos de pequeños nunca tendrán cabida en el mundo adulto, es decir, el mundo real, quizás por eso nos pasamos la vida añorando la felicidad de cuando aún no teníamos conciencia de la frustración escondida tras el concepto 'realidad'.
Seamos sinceros. Llega un día, pasados los ocho o nueve años, donde te das cuenta de que la ficción es el único escondite viable donde hacer latir como si fuera real lo que el mundo real no permite nunca que lata, por eso aquella fantasía de escudella a todas horas solo la había hecho posible una persona: Santiago Rusiñol. Un día, siendo yo ya universitario y cuando hacía un par de años que mi abuela había muerto, estudiando para un examen sobre Modernismo me tropecé, de repente, con un monólogo satírico denominado L'escudellòmetro y protagonizado por un buen hombre que se inventa la solución para luchar contra las desigualdades sociales y alcanzar una renta básica gastronómica: una máquina que hierve escudella y cocido sin descanso, veinticuatro horas al día y cada día del año, hasta irrigar todas las casas del país, tanto las de los ricos como las de los pobres. Rusiñol lo había estrenado en el Romea el año 1905 e inmediatamente corrí a la librería Milà para comprar un ejemplar, ya que en aquellos tiempos no existían revistas digitales magníficas como Stroligut que ahora nos permiten leerlo con un solo clic.
Leí L''escudellòmetro en unos tiempos en qué en la Autónoma podías beber medianas de San Miguel por 1€ en el bar, podías fumar sustancias prohibidas en la Sala de Estudio de la Facultad de Letras e incluso hay gente que afirma haber hecho el amor en algún aula 501 durante las ocupaciones de la facultad contra el Plan Bolonia, pero desgraciadamente aquel tipo de anarquía hedonista de extrema izquierda nunca fue completa, ya que todavía no brotaba escudella de las fuentes. Descubrir entonces el texto de Rusiñol fue deslumbrante, no solo porque todos con veinte años hemos deseado un mundo mejor y más justo, sino porque me permitió investigar quién era el auténtico ideólogo de la escudilla universal, estirar el hilo y acabar descubriendo el nombre del famoso maestro de escuela del que siempre me hablaba mi abuela: en efecto, se llamaba Rufino Carpena y era real. Todo encajaba, ya que este visionario nacido en Yecla (Murcia) había trabajado en la escuela elemental del Vendrell a finales del siglo XIX y era lo que se dice un utopista, que en buena parte es un adjetivo que también sirve para definirme a mí en aquellos tiempos.
Desde que tengo uso de razón, la literatura me ha servido siempre para imaginar el mundo tal como hubiera podido ser. La Historia, en cambio, para reafirmarme el mundo tal como desgraciadamente es. Por eso tengo treinta y cuatro años y todavía no chorrea escudella del grifo de mi casa, ya que L'escudellòmetro se enmarca en el terreno de la sátira de ciencia ficción y la historia que me explicaba mi abuela, en cambio, en el del realismo utópico, que es un oxímoron tan fino como "comida de Navidad ligera". Nunca me ha importado saber si fue Carpena quien dio la idea de L'escudellòmetre a Rusiñol o si fue Rusiñol quién la inventó para que después el maestro soñador de mi tío la intentara poner en práctica; solo sé que uno se la tomaba seriamente y el otro, en cambio, no. Por ejemplo, aparte de escribir ensayos pedagógicos o centenares de artículos, Rufino Carpena escribió Vida Hermosa en Poblados Modernos donde mostraba los pasos a seguir para construir una sociedad igualitaria, responsable, libre y alimentada gratuitamente desde los grifos de casa, todo basado en el cooperativismo, y lo cual llamó La Pobladora Mundial. Spoiler: la idea no triunfó.
Desgraciadamente, la evidencia de que de los grifos de todos los hogares no chorrea escudella y carn d'olla también es una derrota, como lo es haber perdido la costumbre de comerla casi diariamente, tal como demuestran las escudellas que figuran en las pinturas murales de la Pia Almoina de Lleida, del siglo XIV. Nos guste o no, la clase trabajadora del país hemos pasado en cien años de comer carn d'olla cada día a comer con fiambreras que recalentamos en el microondas mientras esperamos que llegue el sábado a fin de que nos atraquen con el steak tartar o la pata de pulpo con parmentier de turno en un restaurante 'de moda'. Por suerte, convendremos que comer escudella y carn d'olla, aunque no tenga tan éxito en Instagram, sigue siendo la cosa más placentera que puede hacerse en este rincón de mundo llamado Catalunya, aunque lo hagamos esporádicamente. Sin embargo, también puede ser la más dolorosa, ya que a menudo en cada mordisco se hace difícil no recordar a los que ya no están en la mesa. En mi caso, comerla es mi humilde forma de rogar a los muertos, de conectar espiritualmente con mis abuelos y con mi padre, quizás porque ya no soy aquel niño de siete años, pero el olor del caldo, el gusto de la pilota, la col medio desecha dentro del plato, la carne blanda de gallina o la butifarra negra tiñéndolo todo tienen todavía para mí alguna cosa mágica y metafórica, casi simbólica. Espiritual, incluso. La escudella y carn d'olla no es un plato: es una evocación.
Pensarás que exagero, pero para mí es un plato cerebral porque lo llevo dentro, en la memoria, grabado como el tacto de un beso de buenas noches en la frente o el olor del after-shave de mi abuelo que nunca me he atrevido a tirar porque todavía me hace llorar cada vez que lo huelo. Como lo entiendo como un acto casi eucarístico, cada año me reprimo todo el otoño las ganas de comerlo hasta que no llega el día Navidad, momento de empezar litúrgicamente la temporada escudellaire. Del día siguiente de Sant Esteve y hasta el día de Sant Jordi, eso sí, no pierdo la oportunidad de pedir escudella y carn d'olla siempre que puedo. En el Fermí Puig de la calle Balmes, en Cal Pau Xich de Guardiola de Fonte-Rubí, en el Gótic de Torà o en La Parada de La Panadella en una comida, nunca mejor dicho, de parada y fonda. Desde hace un tiempo, sin embargo, he descubierto un lugar magnífico donde cocinan una escudella que enamoraría a Santiago Rusiñol y sobre todo a Rufino Carpena, y no solo porque esté celestialmente buena, sino porque la hacen en un restaurante del barrio de Sants que también lucha por construir un mundo mejor: el Terra d'Escudella, una cooperativa de trabajo comprometida y que trabaja activamente para un modelo sostenible y responsable de turismo y hostelería. La cocinan cada día de la semana, y además te la llevan a casa de la mano de Mensakas, una cooperativa de repartidores a domicilio. De acuerdo, no es exactamente como abrir un grifo y llenarse un plato, pero en cierta forma es la manera más aproximada de hacer posible el escudellómetro: acercar a todo el mundo la escudella y carn d'olla, un plato tan rememorativo, mágico y sentimental que parece de ciencia ficción, pero que por suerte es real.