En el calendari dels pagesos hay una sección que es de consulta obligada: aquella con la relación de los mercados semanales de Catalunya. Bien cierto que es una información que también la puedes encontrar en internet, pero vista en pantalla no hace tanta gracia. Pero es un gran consuelo saber que, como la ardilla que atravesaba la península saltando de árbol en árbol, puedes pasar toda la semana viajando de mercado en mercado, con la convicción de que cada uno de ellos tendrá particularidades locales, una personalidad propia y la posibilidad de penetrar en la idiosincrasia del lugar —un conocimiento que también se encuentra, por cierto, en la paz de los cementerios.

Pero un mercado es exactamente lo opuesto a una necrópolis, porque allí la vida hierve. Lunes, en Blanes; martes, en Falset; miércoles, en Pobla; jueves, en Granollers; viernes, en la Bisbal, el sábado, en la Seu, domingo, en Puigcerdà. Los itinerarios que se pueden dibujar a partir de esta premisa son múltiples y muy atractivos: Tortosa, Vic, Banyoles, Sitges, Tona, Balaguer, Santa Margarida y els Monjos...

Puedes pasar toda la semana viajando de mercado en mercado, con la convicción de que cada uno de ellos tendrá particularidades locales, una personalidad propia y la posibilidad de penetrar en la idiosincrasia del lugar

Una campesina en el mercado ambulante / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

Como un juego de la oca, hay una red invisible que conecta todo el país —aquello que algunos finolis dicen 'el territorio'. Los paradistas llegan de madrugada, montan el tinglado con cuatro barras, miran el tiempo que hace —pero ahora ya no llueve nunca— descargan con diligencia las cajas, despliegan el género y, durante unas horas, se produce el milagro, hasta que llega la hora triste de terminar y entonces todo es tráfico de camionetas, ruido de chatarra y aquel aire triste de la fiesta que se ha acabado.

Este carácter efímero y periódico, al mismo tiempo, da a los mercados de calle y plaza un aire de celebración, de una excepcionalidad de poco vuelo, pero que reconforta, bien diferente de los mercados cubiertos, con paradas conseguidas con concesiones y poca movilidad interna. Antes, eran los señores feudales los que concedían los privilegios de hacer un mercado —que generalmente ya se celebraba desde tiempos inmemoriales sin necesidad de permisos, pero que les permitía cobrar tasas.

Naranjas en el mercado / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

Ahora lo hacen los ayuntamientos, pero las ordenanzas no han acabado de liquidar aquel aire de una cierta improvisación, de una anarquía amable. La gente encuentra naranjas y alcachofas venidas directamente de Alcanar, una selección de olivas que marea, quesos de procedencias diversas, cocas de provisión, cerezas no argentinas, setas cuando es temporada (y algunos coñazos que vienen bajo mano a clientes de confianza). Se pueden comprar un manojo de zanahorias recién recogidas, de un naranja más que holandés, y después pasarse por las paradas de ropa, donde hay desde camisas de leñador canadiense en un surtido de braguitas de todos los colores de la paleta, desplegadas en unos aros que lucen como gallardetes de guerra.

Fromagerie / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

Todo el mundo se pone en la boca la necesidad de eliminar intermediarios, de acortar el camino, a veces insostenible y siempre tortuoso, que hay entre el campesino y el consumidor final, donde el gran beneficio se lo quedan magnates de la industria y corporaciones sin alma. Hoy, ir a mercado es la manera más plausible que tenemos para simular, ni que sea por unos breves instantes, que hemos vuelto al Antiguo Régimen y que todo es mucho más sencillo de lo que realmente es. Hay todavía otra ventaja, que es psicológica y, por lo tanto, más difícil de evaluar, pero no por eso menos necesaria. El contacto entre productores de la tierra y los ciudadanos se produce en un ambiente de cortejo que es difícil de encontrar en ningún sitio más.

Las coles en los mercados ambulantes / Foto: Albert Villaró y Montse Ferrer

Todo el mundo vive ensimismado, dentro de su burbuja, en su aire. Ir al mercado nos obliga a sacarnos la coraza, a ser más atentos y vulnerables, a demostrar que somos animales sociales, aunque muchas veces queremos hacer ver que no. Saludamos a los conocidos. Charlamos un rato de pie con los que hace más tiempo que no vemos o con los que nos hacen especial ilusión. A los que no nos hace tanta gracia de encontrar, con un golpe de cabeza o un "adiós" ya es suficiente. Se improvisan cafés, algunas comidas. Bodorrios, quizás no muchos, porque este papel lo tenían las ferias, que eran las que hacían de Tinder de la ruralidad.

Un mercado es campo abierto. Es tierra, es huerto, es país

En cualquier caso, los mercados son un patrimonio que no se tiene que dejar perder de ninguna de las maneras. Y no se perderán mientras todavía quede una chispa de ilusión en el contacto entre congéneres. Todo va en contra, ciertamente. El mundo deriva hacia una antipatía universal, donde todo el mundo busca la comodidad del nido y hace trinchera. Un mercado es campo abierto. Es tierra, es huerto, es país.