Hace unas semanas, abrieron un nuevo restaurante cerca de casa, en la Vila de Gràcia. Como es obvio, este hecho no es ninguna novedad ni en el barrio ni en la ciudad, lo que es nuevo (o no) es que el local en cuestión esté a petar de gente pocos días después de la apertura e, incluso, se formen largas colas en la entrada.
El nuevo restaurante se encuentra a lo largo de la ruta que suelo hacer paseando al perro cada día. La ruta es circular y la he ido afinando con los años: empieza y acaba en la plaza Joanic, pasando por la calle Tordera, la plaza del Raspall, un punto de encuentro de la parroquia gitana graciense, por la plaza Gato Pérez, junto a la casa donde nació Antonio González Batista, más conocido como El Pescaílla, y sube por la plaza de la Vila de Gràcia, la plaza del Sol y va a buscar la plaza de la Revolució, la calle Verdi, la plaza de la Virreina y vuelve hacia Joanic, no sin antes pasar por la Vermuteria del Tano, en la calle Bruniquer con Joan Blanques, donde suelo tomar algo, que no sea dicho.
Pues bien, a lo largo de unas semanas, he vivido la evolución de las obras del nuevo local con la misma fe que lo hacen los jubilados durante mis paseos por el barrio, y puedo afirmar que las terminaron en pocas semanas. Así, convirtieron la vieja pizzería conocida en el barrio por tener un cocinero que se hacía la manicura en la puerta del restaurante con un cuchillo durante el servicio, en un local insulso sin ningún tipo de atractivo y clonado como tantos otros que proliferan por cada rincón. Ya sabéis: paredes blancas, poca luz, mobiliario de madera clara, barra con tiradores de cerveza, una decoración industrial, cocineros y personal extranjeros y una carta que aburre a un muerto en la que predominan las croquetas, los tatakis, los chipirones, la ensaladilla rusa, las bravas, la burrata y, por supuesto, el steak tartar. Ahora bien, lo mejor de todo es que este nuevo restaurante que abrió puertas justo hace dos semanas resulta que llena cada día y se forman largas colas en la puerta, sobre todo a la hora de la cena.
Que se abran centenares de este tipo de locales, todos parecidos entre ellos, en Barcelona es una cosa que no podemos evitar y que hace tiempo que se nos ha escapado de las manos. Son locales clonados de estética, pero también de ambiente y con las cartas igual de clonadas, cuyos dueños nadie sabe quiénes son y nadie les conoce, muchas veces vinculados a un grupo que tiene locales repartidos por todo el territorio. Para entendernos, ya no se abren bares Pepe, donde el dueño sube la persiana al amanecer, enciende la cafetera, pasa la escoba, recibe la mercancía de los proveedores, sufre por el buen funcionamiento en la cocina probando cada una de las elaboraciones y aguanta a los parroquianos del barrio con sus manías haciendo de párroco de cabecera.
Y me pregunto: ¿por qué hemos llegado hasta aquí si en principio todos preferimos al Bar Pepe antes que cualquier otro local por modernito que sea? Pues es también muy sencillo: Barcelona ya hace años que está ocupada por los turistas, a quienes les gusta justamente esto, este tipo de tugurios sin personalidad propia y no les importa si el negocio es regentado o no por gente del país mientras encuentren la paella o el chuletón.
Pero volviendo al título del artículo, ¿cómo es posible que un local de las características de las que estamos hablando, abierto hace diez días, pueda llenar el local de esta manera? Pues bien, aquí es donde entra la imaginación. Si imaginamos que los diez mil cruceristas que entran cada día en Barcelona, una vez cambiados de calzoncillos y con la visa en la mano, se dejan aconsejar por el personal de la naviera en cuestión, que les reserva el restaurante antes de que se bajen del barco, si imaginamos que en la mitad de los hoteles hacen exactamente lo mismo y si imaginamos que las agencias de viajes también aportan lo suyo, entonces quizás comprenderíamos por qué este tipo de locales pueden llenar a todas horas pocos días después de empezar a funcionar.
Otra cosa, ya para acabarlo de arreglar, es que justamente estos locales no suelen proveerse de alimentos y bebidas en los comercios del barrio, por lo tanto, es importante identificarlos y valorar cuidadosamente antes de entrar a quién le pagamos cinco euros por una caña o veinticinco por un ceviche, porque quizás vale la pena seguir buscando nuestro Bar Pepe. No olvidéis que quien busca, encuentra.